Pudor es una palabra contradictoria. Entre una d y una t, cabe toda una manera de entender un país, una sociedad, una vida. En castellano y en catalán es posible denominar literal o metafóricamente, el cielo y el averno, lo sublime y lo rastrero, con solo esas cinco letras. Las palabras homógrafas son una entelequia, una trampa lingüística para los aprendices de cualquier idioma. En su latín originario, cuando el pudor denominaba la vergüenza del ánimo, el recato y la aversión hacia todo aquello que ofende a la decencia humana, los romanos empleaban el término pudor-oris. En cambio, cuando querían expresar el hedor, el mal olor, utilizaban el putor-putoris. Nosotros, en un ejercicio de integración léxica, somos muy dados a confundir el culo con las témporas y a ventilarnos la distancia que separa el significado de estas dos palabras en una sola, pudor, con una única entrada en el diccionario. Sin embargo, la evolución semántica es sabia porque esa diferencia latina está acortando distancias en un significado y otro. Me explico.
Siento pudor, en su primera acepción latina de pudor-pudoris, cuando observo cómo campan a sus anchas las mentiras sin que se ruboricen quienes las crean, las amparan y las transforman en fake news sin despeinarse siquiera. Sin que se les caiga la cara de vergüenza. Siento pudor cuando los cuernos y las alas de quita y pon definen a los mismos personajes como si fueran recortables de álbumes distintos y empiezo a ser incapaz de discernir cuál es su auténtico atributo. Siento pudor de asistir a esta comedia de enredo en que se han convertido nuestras calles. Pongo lazos, quito lazos, cuelgo mi bandera, quemo tu bandera, ataco cruces amarillas, defiendo cruces de piedra. Hasta los apéndices nasales alcanzan valores mediáticos al alza o a la baja según la ideología de la persona a quien se los rompan. Mi nariz vale por cuatro tertulias, la tuya por un tuit viral de @gabrielrufian. Las narices deberían cotizar en el Ibex 35. También me invade el pudor al comprobar como la filosofía marxista, la de Groucho, dicta la política cotidiana. “Si no te gustan mis principios, tengo otros”. Y cambio la eliminación de las concertinas por las devoluciones en caliente; la independencia judicial por la defensa a ultranza de Llarena; un monumento a la memoria histórica por un cementerio civil; una demanda judicial por un error de traducción; una libertad de expresión por un delito de odio; un delito de odio por una libertad de expresión; una república independiente por un Ikea. No me quedan colores para mostrar todas las vergüenzas a las que me enfrento cada día. Creo que el pudor, el de pudor-pudoris, se está diluyendo en un océano de postureos, en un cálculo milimétrico de posibilidades electorales donde la decencia es una palabra trasnochada, mientras emerge con fuerza su segunda acepción, la de putor-putoris, como un smog que enrarece la atmósfera. La verdad ya no nos hace libres. Nos hace incautos, utópicos o temerarios. Paco Ibáñez era un visionario cuando pregonaba que había una vez un lobito bueno, un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado… Hoy sería el rey de los tertulianos. Pero no es el cuento el que ha cambiado. Lo que ha cambiado es la palabra pudor que nunca debió reunir dos acepciones tan dispares en una sola grafía. En esa guerra abierta entre el pudor de la honestidad y el pudor de la pestilencia ambiental, la segunda está ganando por goleada en una sociedad de trincheras que cierra mal sus heridas. Total, entre una d y una t, qué más da, si ambos son fonemas consonánticos dentales.