Ayer terminó la tentativa de investidura de Alberto Núñez Feijóo, con los resultados esperados: 172 a favor, 177 en contra y uno nulo. Es un resultado que ya estaba bastante claro desde el momento en que se constituyó la Mesa del Congreso, y que tira por tierra totalmente las pretensiones de legitimidad de Núñez Feijóo para ser investido presidente por haber conseguido la “minoría mayoritaria” en votos y escaños. En un régimen parlamentario, gana quien consigue forjar una mayoría de escaños, con independencia de cuál sea la composición de la misma.
Es algo que podrían haberle explicado a Núñez Feijóo muchos de sus acólitos, como Isabel Díaz Ayuso o Juanma Moreno, pues ambos accedieron al poder forjando una mayoría alternativa a la de la lista más votada. En cambio, ambos se han prodigado, al igual que el propio Feijóo y otros dirigentes del PP, en un juego nefando: coquetear con la idea de que algunos “socialistas buenos” traicionen a su partido para investir al candidato del PP (y luego, es previsible, también le apoyen en todas las votaciones; casi, casi, como si en vez de ser “socialistas buenos” fueran tránsfugas que se hayan pasado al PP).
El fracaso de esta pretensión constituye una buena noticia para la democracia española, por razones evidentes: una investidura apoyada en tránsfugas que traicionasen la intención de los votantes destruiría la legitimidad del sistema, pues, aunque sea de perogrullo recordarlo, los votantes, si hubiesen querido votar al PP en las elecciones, habrían votado al PP, y no a otras opciones políticas.
Posiblemente esa insistencia del PP en alentar a la defección de diputados del PSOE estuviera también detrás de una sorprendente maniobra socialista en la investidura: no fue Pedro Sánchez, líder del partido, quien le dio la réplica a Feijóo, sino el exalcalde de Valladolid, Óscar Puente, con un discurso claro, duro, y muy efectivo para desmontar los supuestos -insostenibles desde el principio- en los que se basó Núñez Feijóo para reivindicar su derecho a intentar la investidura a pesar de no contar con los apoyos: comenzando por el “de ganador a ganador” que le espetó al inicio, con el que Puente evidenciaba lo que ya hemos dicho y que cualquiera que no se deje cegar por sus preferencias políticas ya sabe: que ser el más votado no es condición necesaria, ni suficiente, para formar Gobierno, a ningún nivel: ni en la alcaldía de Valladolid ni en La Moncloa.
La maniobra, desde mi punto de vista, fue totalmente desafortunada, e inaceptable. Se apoya en la idea de que el propio Núñez Feijóo forzó una investidura falaz, sin posibilidades, con juego sucio (las apelaciones, ya mencionadas, a los “socialistas buenos”), y en la evidencia de que su discurso, desde hace semanas, y en la propia sesión de investidura, no tenía por objeto desplegar un programa de Gobierno, sino hacer oposición al “sanchismo” (el mismo programa, derogar el sanchismo, que el PP presentó como ilusionante meollo de su campaña electoral). Un discurso en clave de oposición y de consumo interno, para cohesionar, que no se entiende muy bien por qué han de acoger el Parlamento y el Jefe del Estado, Felipe VI, bajo la forma de una investidura.
Todo eso es cierto… pero el PSOE podría haber conseguido todos o casi todos esos objetivos, evidenciarlos en la réplica, con Pedro Sánchez, en lugar de Óscar Puente. Podría Sánchez haberse referido a otros candidatos socialistas, entre ellos el propio Puente, para desactivar el trampantojo de que “hay que dejar gobernar a la lista más votada”. La decisión de lanzar a Puente, y además de ocultarlo previamente, era puro tacticismo parlamentario, impropio de una investidura. Y la habitual retahíla en estos casos (que se resume en el principio de “es que los otros son muy malos”) no sirve, porque supone ponerse al mismo nivel. Dice poco en favor de Sánchez que no se digne responder a una investidura, aunque sea, como es plenamente legítimo, para decir las mismas cosas que Puente profirió en el Congreso (y que no fue un discurso más duro que los que habitualmente se escuchan por ahí, y sí muy bien preparado y discursivamente eficaz en su objetivo de descolocar a Núñez Feijóo y al PP).
La aparición de Óscar Puente tuvo un segundo objetivo, menos evidente, pero de gran importancia interna en el PSOE: escenificar cómo el actual partido, totalmente controlado por Pedro Sánchez, no sólo ignora a la “vieja guardia” y sus cada vez más evidentes muestras de descontento, sino que además lo dice. Quedó muy claro cuando Puente habló de los que se dejan querer por los cantos de sirena de la derecha y sus terminales mediáticas, a los que tildó de “traidores”, y desligó por completo al PSOE de su discurso y su visión política, y por si hubiera alguna duda, y algún despistado pudiera pensar que estaba hablando solamente del exministro José Luis Corcuera o de Nicolás Redondo Terreros, Puente mencionó el equivalente felipista al islámico “Sólo hay un Dios y Mahoma es su profeta”. Dijo, y repitió varias veces, “por consiguiente”, que en política española es lo mismo que decir “Felipe González Márquez”. Y esto, evidenciar la ruptura total con González y el felipismo actual (tan cómodo con el empresariado y el PP y tan irritado con su supuesto partido, el PSOE), posiblemente aún no podía permitírselo Pedro Sánchez en un debate de investidura.
Pero tampoco nos engañemos: si Sánchez decidió inhibirse no fue por eso, sino por el mencionado tacticismo barriobajero, preludio de la sesión de investidura “de verdad”, la suya, la única que tiene posibilidades de prosperar.