Negar lo evidente no parece la mejor receta para solucionar cualquier mal que asole. Minusvalorar la crítica situación que vive el Hércules no se me antoja positivo desde ningún punto de vista. Ni siquiera pensando en proteger anímicamente a una plantilla que, cierto es, no debe estar pasándolo demasiado bien.
El pasado domingo el equipo dio un nuevo paso atrás con su partido ante el Mestalla; lejos mejorar su desempeño, desanda el camino recorrido desde la marcha de Planagumà y la llegada de Muñoz. Y este miércoles, nos encontrábamos con una situación que hacía tiempo que no veíamos: Ramírez dando un toque de atención a la plantilla, algo que no me extraña.
El año pasado, durante aquellos días de vino y rosas, el buen rendimiento del equipo y la barricada planagumista impidieron cualquier tipo de injerencia de los socios capitalistas de la entidad, Ramírez y Enrique Ortiz. Este año, las cosas cambian. No me muevo un ápice de mi postura en cuanto a este tipo de manifestaciones, ya que siempre entendí que las respuestas a los problemas deportivos, son mensajes deportivos. Y voy más lejos, las broncas, siempre desde el organigrama, que al final con tanta visita desde la zona noble puede quedar desvirtuada la autoridad del entrenador.
El año pasado funcionó la estrategia de la intensidad, del compromiso, de la creencia en un fútbol que tampoco enamoraba, pero que era efectivo. A estas alturas del curso 2018/19 el Hércules había marcado cuatro goles menos y, si bien es cierto que los partidos ante Barça B y Ebro pueden desvirtuar la estadística, viajar al guarismo de los goles en contra sustancia la diferencia: Falcón ha ido a retirar el balón del fondo de su portería 17 veces durante esta temporada, por las siete de hace un año. Ese es el frío dato que nos permite concluir que se atraviesa un bajón defensivo considerable, más allá del tanta veces criticado (y hoy ausente sin reemplazo) Samuel.