La realidad tiene abiertos tantos frentes, que uno no sabe si ponerse a opinar o salir a la calle con el cartel de una película de los Hermanos Marx, la que sea, bajo el brazo. Repasar mentalmente el diálogo de las partes contratantes, representar en casa la escena del camarote o preguntarle a la vecina si quiere casarse conmigo y si tiene mucho dinero. Conteste primero a la segunda pregunta. Es más fácil tratar de rebatir la Teoría de la Relatividad de Einstein que decidir si lo que verdaderamente interesa para agarrar a alguien del talle y bailar este vals de cada semana es la pandemia, las elecciones catalanas, la defensa de la libertad de expresión o la condena de la xenofobia. O hablar de la justicia, del nepotismo universitario, de la continuidad de la monarquía, de los bandoleros que asaltan las listas protocolarias de vacunación o de todos los que siguen mostrando los tobillos en pleno invierno. A veces me gustaría ser como Steven Spielberg y dejar que la bondad acabe arreglándolo todo en el último plano de la terrorífica película que nos ha tocado vivir. Pero no. Uno trata de ponerse gracioso pensando en que no le gusta esperar en los semáforos, ni los guisos con alubias ni los planos circulares en el cine. Y luego se asusta de su propia frivolidad.
Creí haberme dejado la barba más larga de lo habitual por una simple cuestión de prueba y error. Pero ahora que lo pienso, puede que se deba a que algo está ocurriendo y soy incapaz de descifrarlo, como el señor Jones de la Balada de un hombre delgado de Bob Dylan. Así que ahora no sé si perseguir ballenas blancas con un arpón en la mano o descender del Monte Sinaí con las tablas de la ley en la mano, como Moisés. No lo parece, pero seguro que mi barba es síntoma de algo, como tantas pequeñas evidencias que aparecen en los medios de comunicación, en una esquina de las noticias importantes, a las que apenas prestamos atención. Aunque también es lógico que en medio de una alarma sanitaria mundial, tratemos de aferrarnos a la visión de un castaño de indias, como hacía Ana Frank desde su escondite, para tratar de escapar del horror. Tenemos la movilidad restringida y no siempre podemos refugiarnos en un poblado remoto para comercializar con salazón de pescado, como hacía el personaje de Joel Fleischman en Doctor en Alaska.
La enfermedad nos acorrala como le pasó a Frida Kahlo. La economía nos ahoga como le pasó a Modigliani. Y en medio del caos, a algunos les da por despreciar la diferencia y a otros, por defenderla hasta la extenuación; a unos por no tocar lo que no funciona desde hace siglos y a otros, por arrojarse intrépidamente en brazos de lo que no sabemos si funcionará. Leo que pronto llegará la expansión vital y manirrota de los años 20 del pasado siglo. Pero hasta entonces, espero que mis padres reciban la vacuna de una vez, me meso las barbas y recuerdo una cita de Woody Allen en Annie Hall. “Hay un viejo chiste. Dos mujeres mayores están en un hotel de montaña y una comenta: ‘¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!’ Y la otra contesta: ‘¡Y además, las raciones son muy pequeñas!’. Pues básicamente así es como me parece la vida, llena de soledad, histeria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa”.
Por cierto. Sí. Todos los que aparecen lo son.