Confieso que albergo sentimientos contradictorios en torno a las obras que están dejando Alicante como la San Francisco de después del terremoto. Barcala, a quien vi el otro día salir de la peluquería, bien podado como a él le gusta tener la ciudad, ha temblado como la falla de San Andrés y ha roto casi todos los puentes que cosían el tráfico. Y aquí viene mi dualidad. Si la intención es la que se anuncia, ampliación de aceras, peatonalización y calmado de tráfico, no puedo hacer otra cosa que aplaudir. Quizá comience a creer en esta ciudad cuando esté bordada con bulevares arbolados con sombra, largos paseos de amplias aceras y carriles bici. De las fechas escogidas, aparte de que se hayan respetado las Hogueras, algo que no se puede ocultar, nada que decir, tampoco. Al final, las mejoras han de ejecutarse en uno u otro momento. Y el hecho de que se haya escogido el verano para romper la rutina de Alicante no hace más que confirmarme que no vivo en una ciudad turística, cosa que defiendo desde hace décadas. Hasta aquí, todo en orden. El problema, el diablillo que susurra a mi oído izquierdo, es que no me fío. Ni del equipo de gobierno ni de mi pueblo natal. Así que sospecho que no veré grandes bulevares arbolados, que los paseos se verán entorpecidos por alguna causa indeterminada y que los carriles bici consistirán en dos líneas trazadas en rojo en la calzada. De las escaleras del Jorge Juan a Canalejas. De la Plaza del Mar a Panoramis.
Nacer en Alicante alimenta la fe en el caos. Un caos de Murphy, además, siempre tendente a empeorar, si es posible. Y encima vengo de pasar parte de mi exilio fogueril en Bilbao guiado por mi amigo Enrique Bolland, ciudad a la que Alicante acaba de superar en número de habitantes, por lo que no está tan lejos en hechuras. Voy a obviar lo de la limpieza, porque sería como comparar al Manchester City de Guardiola con el Racing de San Gabriel. Más allá de las diferencias evidentes, Bilbao transmite sensación de ciudad pensada. En lo que atañe a esta columna, dispone de zonas peatonales en pleno centro que permiten todo tipo de actividades lúdicas sin que su organización conlleve molestias. Por ejemplo, me topé con una competición infantil de ciclismo que recorría varios kilómetros, junto a la ría, sin que el resto de la ciudad lo notara. Nada que ver con los cortes en el centro que el mismo tipo de propuesta crea en Alicante. Bilbao está también repleta de parques, más fáciles de mantener, supongo, gracias a un clima que, no obstante, también allí está empeorando. Y la frecuencia del transporte urbano es para ponerse de rodillas en un reclinatorio y dar gracias a Orson Welles, el único dios verdadero. Cada cinco minutos sale un tranvía los domingos hacia Plentzia, lo que aquí sería, aproximadamente, El Campello. Reconozco que sufrí el síndrome de Stendhal cuando leí la tabla de horarios.
Nada de eso sucederá en Alicante. Podría apostarlo ya en cualquier ladbroke londinense. Puede que se invierta, no debemos olvidar que la UE obliga, en la descarbonización del centro, en la modernización, en la adecuación a la agenda 2030 en la que nadie del PP cree, pero se talarán los árboles, se cementarán los paseos, subirá el precio de los aparcamientos, las terrazas de bares ocuparán las aceras, se aislará aún más a los barrios periféricos, se suprimirán los carriles bici para dar salida a espacios para la carga y descarga o para las vías para autobuses, que no tendrán la frecuencia suficiente para que a alguien le apetezca llevar a los menores, o a los mayores, a disfrutar de la nueva ciudad. Doy dos opciones al equipo de Barcala: que abunde en sus errores, como ha pasado en la avenida de la Constitución, o que, por una vez, me calle la boca y demuestre que esta ciudad aún tiene arreglo.