Reportajes

José Teruel, una vida sobre patines

  • FOTO: MARGA FERRER

VALÈNCIA. José Teruel pide que la entrevista sea en el polideportivo de La Torre. Pero, después de diez minutos dando tumbos por el barrio, es imposible dar con él. El hombre da varias indicaciones para llegar hasta donde está esperando, en una zona donde todas las calles tienen nombre de castillo. Allí descubrimos que lo que él llama polideportivo es una cancha multifuncional, rodeada por una valla, donde unos pocos chavales echan un partidillo con un balón viejo. Fuera hay un par de mesas de ping-pong que nadie usa y, por los alrededores, van pasando personas que están paseando a sus perros. El otoño ha apagado unos olmos de Siberia. Cae el sol por detrás del parque y, aunque hace buena tarde y el cielo parece incendiado, la humedad empieza a colarse por los huesos.

El hombre lleva una antigua chaqueta de chándal arremangada. José Teruel, que fue patinador de joven, ya tiene 83 años, pero los lleva bien y, un par de días a la semana, aún hace de entrenador con un equipo de niños en Sedaví. Tato, como lo conoce todo el mundo, es un hombre vital, muy jovial y extraordinariamente atento. Un señor de 83 años que no ha perdido el buen humor. Dice que ahora le cuesta ponerse los patines, porque tiene las piernas con algo de quincalla. Una prótesis en una rodilla y varios clavos en la tibia y el peroné. Además se está recuperando de una rotura en el cuádriceps, pero Tato no es uno de esos hombres que a la mínima se arrugue y se encierre en casa a ver concursos en la televisión. Su vida aún tiene un propósito: formar a los niños para que no se pierda la afición por el hockey en València.

Luego, cuando nos despidamos, Tato proclamará que él es «fill de barraca». No había hablado valenciano en toda la tarde pero, en el último momento, se pasa a la lengua vernácula para explicar que su padre tenía en Favara una de esas típicas construcciones valencianas: la barraca de la Tía Marina. Hasta entonces se ha expresado en castellano. Desde el primer momento, cuando ha empezado a lamentarse porque ya no puede patinar.

Tato nació en Alfafar pero, muy pronto, sus padres se fueron a vivir a la antigua carretera de Barcelona, al final de la calle Sagunto. «Ahí había un molino de arroz y, en la única finca alta que existía entonces, teníamos una tintorería, la Tintorería París». Muy cerca de allí estaba el colegio Salesianos, donde el chaval estudiaba y donde se aficionó a los patines. Primero lo intentó con el patinaje artístico, pero no prosperó y por eso se pasó al hockey sobre patines y al patinaje de velocidad. Entonces, en los años cincuenta, el hockey no era un deporte tan residual como ahora. Había una afición notable. La selección española era de las mejores del mundo, en una época en la que los éxitos patrios eran mucho más escasos que ahora. Por eso, el hockey tenía una legión de seguidores y se practicaba en el patio de muchos colegios de la ciudad. «El problema es que se ha ido matando el semillero de patinadores, que son los colegios. Porque, hace años, veías que se practicaba en El Pilar, Salesianos, Maristas, Escuelas Pías, Dominicos… Y ahora prácticamente ha desaparecido».

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