VALÈNCIA. La ciudad, antes de amanecer, presenta un aspecto sorprendente. València, quizá, ya no es tan noctámbula como décadas atrás, pero es increíble la cantidad de patinetes que circulan a las seis y media de la mañana de un miércoles. Como increíble es la cantidad de mujeres que, probablemente por miedo, desgraciadamente, caminan a esas horas hablando por teléfono, mientras los barrenderos adecentan la calle Alta. ¿Quién habrá despierto a esas horas para darles conversación? Mujeres que se saben de memoria el manual para intentar pasar inadvertidas ante los depredadores y que no te miran a los ojos ni se desvían de una línea recta imaginaria. Aún es de noche y la ciudad todavía no se ha despertado, aunque siempre hay excepciones: mujeres que han de limpiar las oficinas antes de que abran, trasnochadores que se repliegan o alguien que tiene que coger un autobús a las siete y media de la mañana y ha decidido acudir a la estación a través de Ciutat Vella.
La estación es un lugar horrible, un rincón consagrado al feísmo al que nadie, da igual el color del gobernante, le ha dado un mínimo cariño en décadas. La estación de autobuses es un sitio donde no apetece estar y que da hasta un poco de miedo. Son las siete y todo el mundo está en silencio, como expectante, en guardia. Todos se observan entre ellos. Se vigilan con disimulo. Unos pocos todavía duermen, pero lo hacen, a la entrada y en los bancos de dentro, con una mano enganchada a la maleta. Ahí no se fían ni los durmientes. En los laterales de la estación, dentro, hay taquillas para comprar billetes a los destinos más insospechados: de Rumanía a Irún o Navalmoral de la Mata, según informan unos carteles rudimentarios. Linebús, Eurolines, La Concepción, Herca… Muchas oficinas y muchos destinos. Una de ellas está especializada en los viajes a Rumanía, con paradas en más de cincuenta destinos.