Hasta hace un año, el comienzo del curso académico era un momento para las ilusiones, una esperanza para los millones de alumnos que lo iban a afrontar. Con el nuevo curso se estrenaban libros, carteras y estuches, zapatos, uniformes y también el deseo de superar los resultados del año anterior, de crecer y madurar. La vuelta al cole sacaba a los más pequeños de aquellos eternos días de vacaciones y los metía en cintura, liberando en consecuencia a los padres de la obligación de tener que ocuparse de ellos día y noche, y era un elemento eficaz para la socialización de los niños con sus compañeros. Volvía la rutina y, con ella, las normas, la conciencia colectiva de grupo y la certeza para cada alumno de ser uno más dentro de su clase y colegio, hecho nada desdeñable si tenemos en cuenta que España presenta un exiguo índice de fecundidad de 1,23 hijos por mujer, lo que significa que tenemos muchos hijos únicos. Gracias al colegio muchos niños aprendían a compartir, entre otras muchas enseñanzas de gran utilidad para la vida, al margen de las de índole académica.
Todo el escenario que les esbozo resulta en estos momentos idílico e irreal. Se nos ha roto el sueño del pase de página en esto de la pandemia, que triunfalista y prematuramente celebró nuestro Gobierno cuando se consiguió, en apariencia, dominar la situación que se había desbocado durante los peores momentos de esta crisis sanitaria. Ahora las cosas han cambiado, y de qué manera, aunque soy de los que creen que no vamos camino de la segunda oleada, sino que nunca dejamos de estar en la primera.
No es fácil en ocasiones manejar la frustración que causa el desajuste entre las expectativas que fabricamos en nuestra mente y lo que después sucede en realidad. Llevábamos años comentando un profesor del colegio de mis hijos y yo, en las sucesivas clausuras del curso de segundo de bachillerato, lo mucho que íbamos a llorar cuando fuera la del curso de mi hijo mayor; sin embargo, llegó ese momento tan esperado y no hubo clausura, sino un adiós por vídeo-chat entre profesores y alumnos. Nos ahorramos las lágrimas, el traje nuevo para la ceremonia y el billete de tren de Interrail, pero a cambio no fue fácil que nuestros jóvenes aceptaran terminar su etapa escolar por la puerta de atrás. También muchos niños pasaron durante el confinamiento un verdadero calvario, al no poder ir a la escuela y tener que permanecer en prisión domiciliaria, sin salir a la calle ni poder ver a sus compañeros y profesores, ni a sus abuelitos y otros familiares. Ahora, después de estos meses, la mayoría está ilusionada con la idea de regresar a las aulas, e imagino que esperan poder retomar la situación previa al coronavirus. Temo su decepción cuando vean que las medidas de seguridad los persiguen también en el cole, y que han de mantener las distancias con sus compañeros. Sinceramente, veo imposible poder cumplir esta regla, especialmente en el caso de los más pequeños, acostumbrados a compartir chupetes como lo más normal del mundo.
Y, mientras se prepara extemporáneamente bajo la batuta del ministerio de Educación el protocolo para el inicio del curso, lo que se ha dejado para el último momento en lugar de haberse hecho con tiempo, muchos padres asistimos con preocupación a lo que está por venir. Como el que cierra un poco los ojos ante un choque que se va a producir en su presencia, de manera inevitable. Los buenos propósitos de querer normalidad en el inicio del curso chocan con la probabilidad, bastante real, de que en pocos días haya que cerrar no sólo aulas sino colegios enteros, debido a los contagios. Hay padres tratando de obtener justificantes para poder objetar el llevar a sus hijos a la escuela. Y, aunque no lo comparta, el miedo es libre.
Por otra parte, los políticos del ramo de uno u otro signo no paran de meter la pata, en una especie de competición de chifladuras. En Madrid, el consejero de Educación tuvo la ocurrencia de juntar a todos los profesores para hacerles el test rápido, no sabemos si con la aviesa intención de aumentar la inmunidad de rebaño, esto es, que se contagiaran todos de un golpe. Por su parte, el ministro de Universidades, Castells, una especie de doble más fondón del difunto Umbral, lleva desaparecido en combate meses, y cuando lo hizo a principios de semana se tuvo que operar de urgencia, justo cuando se tendría que haber reunido con las Comunidades Autónomas. Entendámonos, que para eso ya iba tardísimo. Al propio tiempo, miles de estudiantes universitarios siguen pendientes de un hilo, porque no saben si el curso será presencial o no, a menos de un mes de su comienzo. Y me pregunto una vez más si, con un poquito más de dedicación y previsión, no nos iría mejor en este nuestro bendito y querido país.