VALÈNCIA. El cine de Apichatpong Weerasethakul a menudo se le ha tachado de difícil y críptico. Nada más lejos de la realidad. Solo hace falta relajar la mirada y dejarse llevar por sus imágenes, sus sonidos, su simbolismo y espiritualidad. Sus películas nos sumergen en el misterio de lo intangible, de lo etéreo, de aquello que no somos capaces de aprehender, pero sí de percibir de manera muy intuitiva.
A lo largo de los años el director tailandés se ha convertido en uno de los grandes autores del cine contemporáneo a través de un puñado de obras en las que ha ido desarrollando su universo fílmico sereno, pero arrastrado por una enorme fuerza expresiva. Poético, pero al mismo tiempo, de esencia casi animal.
Es cierto, siempre se ha alejado de los dominios del subrayado que nos invaden, sus imágenes, sus planos (largos), requieren concentración y calma, pero en realidad, sus películas siempre hablan de temas universales, del hombre y sus problemas, de la relación que establecemos con la vida y la muerte, de los miedos e inseguridades y de la futilidad de la existencia.
Ahora se estrena su última obra, Memoria, que obtuvo el Gran Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes. Una película que lo aleja de su escenario natural, Tailandia, para llevarlo a otros dominios, los de Colombia que, de alguna manera, se emparentan y hermanan con los de su tierra natal a través de la selva y los territorios inexplorados repletos de misterio.
Es también la primera vez que trabaja con una actriz internacional de la talla de Tilda Swinton (que habla en castellano). Ella es Jessica, una mujer que escucha un extraño ruido en su cabeza. Lo intenta especificar y describir con palabras cuando acude a un ingeniero de sonido para que lo reproduzca. En la mesa de mezclas, intentarán dar con la textura y la frecuencia exacta. Pero nada será suficiente y, como no podría ser de otra manera, comenzará su particular camino de exploración que la llevará a adentrarse en sí misma, en la memoria íntima y también la colectiva, en la herencia de un pueblo herido.
Como en todas las películas de Apichatpong, las piezas van encajando poco a poco. Algunas no tienen por qué tener sentido dentro de la narración, otras resultan fundamentales para adentrarnos en su esencia. Así, encontramos poemas sobre hongos, sueños que tienen a un perro abandonado como protagonista, coches cuyas alarmas saltan solas, excavaciones arqueológicas, refrigeradores de plantas que mantienen su frescura al 30%, rituales de tribus ancestrales, Salvador Dalí y Sanax. Todos esos elementos nos van introduciendo en un relato que poco a poco pasa del realismo al género fantástico. Nos adentramos en un territorio en el que habitan los fantasmas (uno de los leit motiv del cine de Weerasethakul) y finalmente nunca sabremos si nos encontramos en un estadio corpóreo o mental en el itinerario de Jessica.
Desde sus primeras obras, el director ha utilizado la enfermedad, los males físicos y mundanos que nos asolan para acercar a sus personajes hacia otra dimensión, la del tránsito hacia la muerte. En esa frontera se encuentran muchos de ellos. Los soldados durmientes de Cementery of Splendor, el tío Boonmme que sabe que su hora está cerca y se despide de este mundo, o muchos de los personajes que se presentaban en las consultas médicas de Syndromes and a Century o Blissfully Yours buscando una respuesta a sus dolencias. Aquí, la hermana de la protagonista se encuentra enferma en el hospital y piensa que su ‘mal’ tiene que ver con algo que ha molestado a los espíritus.
Para el director, la existencia es un paso más hacia otro estadio, hacia otro mundo y quizás hacia otro cuerpo, humano o animal, como dan a entender los constantes ciclos de reencarnación que aparecen en sus películas y que no son otra cosa que la apropiación de todo el imaginario religioso y el subconsciente colectivo de un país rico en leyendas populares que tiene que ver con el karma y la teoría de la transmigración de las almas. En esta ocasión, vuelve a apropiarse de ese universo incorpóreo, pero de una manera diferente. Su protagonista, Jessica, se convertirá en una especie de antena entre el pasado, el presente y el futuro.
Al igual que en Cementery of Splendor los soldados que aparecían se mantenían dormidos porque el hospital fue una antigua tumba de guerreros, también los ancestros se apoderan de Tilda Swinton para que tome conciencia de los horrores del pretérito, de la violencia y la sinrazón. Son las ruinas de nuestra civilización que hemos levantado a fuerza de miedo y locura. Siempre hay una explicación política en las películas del director, traumas que se acumulan y terminan por estallar y que terminan por manifestarse como una alegoría fantasmagórica o, como en este caso, como una película de ciencia ficción.
Muchos de los relatos que construye Apichatpong se encuentran situadas en un extraño lugar indeterminado entre lo físico y lo espiritual. Sus películas se nutren del elemento fantástico y están impregnadas de un halo mágico. En ocasiones lo sobrenatural se inserta de la manera más cotidiana en sus ficciones. Los fantasmas se sientan a comer y a charlar con los vivos sin por ello provocar ningún sentimiento de extrañeza, como si se trataran de personajes reales que siguen buscando su lugar en este mundo. Aquí, Tilda Swinton, toma la mano de un lugareño para saber a través de él, cuál es su historia.
No es la primera vez que nos adentramos así en los límites de lo maravilloso en las películas del director. En Tropical Malady (2004) la selva adquiría un profundo poder telúrico hasta el punto de convertir a los personajes en seres primitivos de herencia legendaria que se dejaban llevar por sus instintos más elementales.
Hay algo muy orgánico en el cine de Weerasethakul que nos conecta con la tierra, con la naturaleza. En Blisfully Yours los cuerpos se fundían entre la espesura, copulaban y se dejaban arrastrar por la pulsión sexual más animal, integrándose en una maraña de sonidos y sensaciones, los de esa selva infranqueable repleta de seres y plantas en las que el hombre abandonaba su identidad para entrar en simbiosis con el ámbito natural.
Las fronteras entre la realidad y el espejismo se diluyen constantemente. El universo onírico toma una forma tangible y nos conduce a un estado de trance sensorial al borde del surrealismo. En Cementery of Splendor hay amebas que flotan en el cielo, médiums que nos conectan con los espíritus, diosas con forma humana, mitos que adquieren una resonancia en el presente y luces de neón que nos sumergen en un estado alucinatorio, como si la verdadera intención del director fuera transportar al espectador al espacio interior de los personajes. A su subconsciente más profundo. En Memoria, hay naves espaciales.
La capacidad fabuladora de este atípico y gran director tailandés no tiene límites. Su triunfo es el de abrir nuevos caminos expresivos y conseguir que nos adentremos en ellos a través de formas inéditas de percepción cinematográfica. Siempre nos concede algún hallazgo visual inolvidable: el mono fantasma de Uncle Boonme, la mirada del tigre en Tropical Malady, el eclipse solar en Syndromes and a Centery. No hay que tener miedo. Solo hay que dejarse llevar y disfrutar con una experiencia poética tan hipnótica como sublime. Merece la pena.