Ya estamos más allá del futuro. Hemos cruzado noviembre de 2019, la fecha en la que se desarrolla la trama de Blade Runner, y hemos desembarcado en el más allá del presente. Sin herramientas ni mapas. Diciembre de 2019. Los replicantes hemos matado al creador y hemos muerto, también, con la batalla perdida contra el tiempo, que es de lo que trata la película. No hay multinacionales de androides casi humanos, no hay colonias en el espacio. Pero sí que nos encaminamos al imperio del ADN y el deep fake. Búhos de cartón vivo, realidades que son mentira y humanos que mueren antes de morir, con un clon preasignado desde la misma cuna. A cada uno le pillará donde menos se lo espera, que es lo que viene sucediendo desde que no tuvimos más que el uso de una razón cuyo control hemos perdido. En mi caso, empiezo el futuro tratando de descubrir cuántas veces seguidas soy capaz de escuchar Comfortable numb, de Pink Floyd, sin morir de éxtasis.
Coincide el futuro con la celebración en Madrid de una cumbre contra el cambio climático que debería haberse celebrado en Chile. Un país que está tan lejos de Europa como Orión o la Puerta de Tannhäuser. Como toda América Latina, en realidad, salvo cuando tenemos intereses en algún material de lucrativo comercio o en algún delantero joven para nuestro equipo. Los coches no vuelan, tampoco hablan interlingua los jefes de policía, pero comenzamos a tener problemas para respirar en nuestro planeta, como JF Sebastian, mi personaje preferido. En diciembre de 2019 nos saltan las urgencias para explotar excavaciones mineras lejos de nuestra atmósfera en las que explotar a replicantes destinadas al placer, como Pris. Y para construir urbanizaciones de gravedad cero donde enviar a los elegidos por la genética, que de eso también va la película. Aunque todos seamos una cochambre de bacterias y óxidos como JF.
Y seguiremos empeñados en agotar hasta la última gota del último recurso, seguiremos apuntando hacia otra parte, seguiremos premiando a los que hablan de actuar con premura mientras firman decretos contra el aire puro, el poder del sol y los peces del mar. Aquellos que nos prometen cosas que nunca creeríamos mientras guardan su salvoconducto en una caja fuerte, que también de eso va la película. Aquellos que lanzan globos sonda para ver lo que queremos para Alicante (u Orihuela o Londres o Shanghai, es solo un ejemplo, no se me enfaden) en el futuro sin pensar que en ese futuro ya no quedará ninguna Alicante (ni Orihuela, etc.) a la que dar un sentido porque habrá sido arrasada por la naturaleza. Lluvia ácida, tsunamis en calma, días sin sol y una desesperanza atroz acabarán con la especie cuando ya hayamos conseguido dominar el cáncer, el sida y el alzheimer.
Llega diciembre de 2019, nos plantamos en el futuro y los que no creen en un dios más que por la posibilidad de que exista, por si hay que comprar una parcela en la grada derecha del Juicio Final, no son capaces de acatar los dictámenes científicos siquiera por si acaso tienen razón. Y solo los jóvenes, los que ya han nacido en las arenas movedizas de este incierto futuro que acabamos de inaugurar, serán capaces de proteger lo que les corresponde custodiar cuando nosotros pasemos. O resistir hasta que encontremos el supercombustible del futuro, el plástico degradable del mañana, el planeta perfecto para exterminar en unas cuantas generaciones. Quizá sucumban a la indiferencia por lo ajeno, como nosotros.
En mi caso, empiezo el futuro tratando de descubrir si es posible pasar 37 años pensando en la boca de Rachael sin morir de añoranza. Que también de eso va la película.