Una vez inventariado 2017, está la cosa como para ponerse a pedir deseos para 2018. Se nos acaba un año que confundió nuestra carta a los Reyes Magos con un glosario de pesadillas y que más que un cuaderno de calendario, ha parecido una vendetta de las fuerzas que ensanchan el universo a velocidad de Big Bang. Se nos acaban el agua, el aire, el rinoceronte blanco y hasta las ganas de salir a la calle para no recibir un dogma en toda la cara, porque 2017 ha salido cruz. Ha sido el año de los holocaustos: el de la clase media, el de la diplomacia, el del diálogo, el de la gama de grises y hasta el de la neutralidad de internet, si es que alguien consigue explicarnos alguna vez en qué consiste la neutralidad de internet.
Ha sido el año del dopaje de las ideas, de las pruebas de fuerza, del cálculo de tensiones y de las pruebas nucleares en el Pacífico. El año del desequilibrio de potencias, del bullying en el patio de la ONU, de la última oportunidad de ver por primera vez el mar. El del colesterol de banderas y la cirrosis de los despachos. El año en que la política se convirtió en un charco de barro como el de Twitter, donde estamos tan solos que únicamente nos acompañan los que piensan como nosotros. El año en que creímos en que levantar la voz nos iba a convertir en seres poderosos y nunca quisimos darnos cuenta de que quizá el de al lado tenía algo más interesante que decir. Y, probablemente, mejor fundado.
Lo mejor que podemos hacer con 2017 es olvidarlo. Olvidar la prepotencia, la mentira, la escala de valores, la sensación de fracaso, la sorpresa a medianoche, la derrota, la impostura, la subida de tipos, la estafa piramidal, la berrea de julio, las voces del vecindario, la caja de Pandora, los cambios de estación y hasta la muerte de aquel amigo que no conseguimos superar por más que nos lo proponemos. Lo peor que podemos hacer con 2018 es abandonarlo en manos de la esperanza, porque de ese modo lo único que conseguiremos es que se desperece allá por marzo, cuando ya no queden más que motivos para la costumbre y yogures pasados de fecha.
Así que, nada de deseos, nada de esperanzas, nada de buenos propósitos. Nada de dejarse guiar por lo que 2018 nos tenga preparado. Pensemos en lo que nos queda por construir y pongámonos manos a la obra. Hay que afianzar la igualdad, incentivar la ciencia, repensar la educación, dar cobijo a quien lo necesite, proteger el medio ambiente, fortalecer el inconformismo y repintar las paredes del pasillo. Hay que esforzarse en escuchar, asumir nuestras responsabilidades, dar una oportunidad a las renovables y echar cambio en el parquímetro. Hay que estudiar más geografía, hay que leer más a Dostoievski, hay que derribar los muros del jardín, hay que dejar de gritar a los equipos que juegan contra nuestros niños. Hay que olvidar que 2018 tiene muy mala rima. Porque si no, no nos lo vamos a tomar en serio. Y va a pasarnos por encima como este 2017 en el que no hemos hecho más que tropezar. Hay que aprender a no tropezar.
Hay que conseguir que este año no se nos atraganten las uvas. No va a ser tan difícil.