Poder visitar un recinto arqueológico como la Cova Bolomor, epicentro de nuestra realidad prehistórica, es un lujo que nos hace confiar en nuevas generaciones cuyo minucioso trabajo no tiene precio. Ya van 30 años de recuperación arqueológica
Podemos estar tranquilos. Aún quedan románticos capaces de salirse de lo habitual e ilusionarnos con oficios que si no fuera por ese romanticismo individual, voluntad personal y ansia de conocer estarían olvidados pese al valioso trabajo que realizan y su aportación a nuestra memoria e Historia colectiva.
En una época en la que lo inmediato manda, nada vale, sólo importan las nuevas tecnologías, el consumo compulsivo, la compra-venta, lo líquido y su efecto y lo peor, brilla la pérdida de valores, aún quedan aventureros. No me creo que toda las nuevas generaciones floten realmente en valores por mucho rollo medioambiental que nos quieran vender y su compromiso. No hablo de todos, por supuesto.
Pero por ejemplo, deberían darse algún día una vuelta por los recintos de los festivales de verano días después de concluidos y comprobar cómo muchos de sus miles de asistentes son capaces de abandonar sus posesiones en medio de las zonas de acampada para evitar viajar de nuevo con ellos de regreso. O cómo esas mismas áreas de descanso, esparcimiento, aparcamiento y recinto de actuaciones, se mantienen aún días después repletos de bolsas de basura, bolsas de supermercados, botellas de plástico y todo lo que uno quiera imaginar abandonadas a su suerte para castigo del medioambiente. Hasta hoy.
Falta mucha educación en esos valores. No por situar un punto morado o rosa ya está todo hecho. No existe realmente cultura del reciclaje y menos de la preservación. Eso da igual cuando de lo que se trata es la fiesta. Soy y he sido testigo de la falta de sensibilidad por mucha milonga que nos quieran contar. Lo pueden comprobar a sólo 15 metros del mar.
Por suerte, recuperé parte de mi esperanza cuando a finales de este pasado mes de agosto me apunté a una jornada de puertas abiertas en la Cova de Bolomor, la estancia más antigua conocida de nuestros primeros pobladores -neandertales- y donde se han encontrado no sólo restos humanos de entre 300.000 y 100.000 años sino de especies animales impensables de imaginar que habitaron el territorio de La Safor: desde hipopótamos a elefantes y unas bestias de dos metros de altura y cuyas dimensión entre sus afiliadas puntas de cuerno eran de más de tres metros.
El placer fue descubrir cómo una veintena de jóvenes arqueólogos y biólogos cada año pasan allí su verano desde hace treinta años, cuando se comenzó a excavar esta maravilla prehistórica de casi imposible acceso físico y hábitat de humanos mientras explicaban detalles y descubrimientos. Fue emocionante. El lugar perfecto al que todos esos “adictos de la fiesta” deberían de ser llevados para reencontrarse con su verdadera realidad y de paso ampliar sus cortas miras. Pensé allí en esa legión de valientes que analizan cada centímetro con un pincel como esos últimos románticos de unas generaciones capaces de responder en un test escolar que “los huevos vienen del supermercado”.
Creo que el sistema nos conduce de tal manera que nos ha hecho perder el interés por lo nuestro y lo peor nuestra historia y el conocimiento. O el interés por todo que no sea material e inmediato o tecnológico. Me alegra imaginar que en un momento en el que, como antes afirmaba, todo se mueve por el dinero y la inmediatez, los estudios que garantizan buenos ingresos y en los que la prisa y la inmediatez mandan aún queden jóvenes que se preocupen por nuestro pasado más antiguo o la prehistoria y la arqueología, arrinconada de nuestros municipios por el interés político del constructor de turno y el beneplácito político o su afán recaudatorio. Ahora nos quejamos de que nos falta memoria e historia O de que nuestros centros históricos son en realidad una nube de franquicias, ruido y grafitis que nuestros gobernantes aceptan y animan desde museos e instituciones supuestamente serias. Normal.
Me sorprendió durante esa visita la sensibilidad con la que abordaban sus estudios e investigaciones y comprobar también el tiempo de su tiempo libre dedicado a un trabajo tan minucioso como el de esos orfebres que están desapareciendo de nuestra retina. Eso no tiene precio.
Según estimaciones, a lo largo de la Comunidad Valenciana existe un catálogo con cerca de 5.000 yacimientos arqueológicos, muchos de ellos no investigados, por supuesto, pero que esconden tanta riqueza como memoria. Pero no hay dinero suficiente para su estudio. Estamos en otras cosas. Mejor gastar en un concierto pasajero o en una suelta de vaquillas que invertir en la investigación arqueológica, histórica o incluso medioambiental. Mejor quemarlo en festivales de no retorno y mera ¡fiesta!, que diría un Pocholo cualquiera de nuestro entorno más cercano con mechas, el pelo rapado y tatuajes y muy poca conversación.
Sí, ya lo sé, la arqueología no vende políticamente, salvo si se encuentra algo de valor y mucho interés para nuestro conocimiento como así ha sucedido en Bolomor, Parpalló o la Cova Negra, por poner ejemplos de espacios protegidos. Imaginen lo que queda por proteger y estudiar.
Ahora entiendo porqué no tenemos un mega museo de Arqueología con las colecciones que poseemos en almacenes y lo mucho que nos falta por aprender. Estos políticos o esta sociedad que los aguanta están por la ¡Fiesta!