David Roas comprende la vertiente horrífica de los niños a la perfección y ha decidido jugar con ella para construir el artefacto literario que es Niños, que publica Páginas de Espuma: un libro breve de relatos breves articulado en fases insectoides que no necesita más para activar resortes primarios del terror. El juego al que nos referíamos tiene que ver con la manera en que se activan estos resortes, conduciéndonos con amabilidad hasta una habitación para de pronto ampliar el plano hasta que nos demos cuenta de que lo que realmente veíamos, digamos, era la televisión de esa habitación y no la habitación en sí misma. Allí, por supuesto, es donde aguardará el verdadero hecho horroroso, que puede ser fantástico o puede ser dolorosamente plausible. Un caso es el gambeteo con el confinamiento. Hay otros. Roas nos invita a pasar al salón y a presumiblemente —esto al fin y al cabo es un libro de ficción, inspirado en hechos reales, eso sí— conocer a la familia, por medio de una postal añeja y con olor a ancianidad rural, o a través de sus ojos de padre. La familia representa un papel esencial en estos relatos vertebrados por la infancia, y cuando hablamos de familia, miedo y dolor pueden ser dos caras de una moneda con muchos rostros: “Justo en el momento en el que abro la puerta de su habitación, le escucho decir «¿Vale, yaya?». Sentado en el suelo frente a Alexa, me saluda con la mano. Me agacho, le quito los auriculares de un tirón y me los pongo. Me mira con enfado. Hasta mis oídos llega la voz inconfundible de mi madre. Habla sin saber que soy yo el que ahora la escucha. No puedo creerlo. -¿Mamá? pregunto sin poder añadir nada más. Mi hijo sonríe”.
Los niños pueden resultar muy inquietantes: ¿estamos seguros de que sus fantasías son solo eso, fantasías, o ese amigo invisible del que hablan es para ellos real, y por tanto, en cierto modo, efectivamente real? ¿Y si oyésemos llorar a un bebé no nacido que ni siquiera respira por medio de sus pulmones? Dice la leyenda que el llanto constante de un bebé puede vencer al guerrero más poderoso. El autor hace uso de la misma idea, y la concluye así: “Pablito, por fin, se queda dormido. Mauricio no se atreve a moverse. Rosa, sorprendida por el repentino silencio, se despierta. La voz del narrador del documental atrae la atención de ambos. En la pantalla se ve un riachuelo casi sin agua en el que varios salmones se agitan moribundos. Todos ellos tienen muy mal aspecto. Han perdido buena parte de su piel, que deja ver una carne pálida y desleí-da, como si sus cuerpos estuviesen descomponiéndose. Y todos boquean y mueven de forma frenética sus agallas, intentando respirar. Los títulos de crédito aparecen sobre un primer plano de uno de aquellos peces agonizantes. El niño vuelve a berrear”.
Entre algunos horrores, Roas deja espacio para el humor, como en El día de la marmota. Las referencias son otra dimensión de Niños, cuyo autor es además un estudioso del género. Encontramos así, además de a la citada marmota en bucle, creepypastas de YouTube, la versión escalofriante de un relato, al mítico Zoltar, o una última historia, quizás la más turbadora, que nos trae ecos de una carretera bien conocida: “CUÁNTAS VECES habíais bromeado acerca de a quién os comeríais antes si llegaba el apocalipsis zombi. Papi siempre era el primero en responder: A ti, que estás más tierno, carne infantil sin contaminar. Yo empezaría por las nalgas, que es la zona más jugosa. Carpaccio de nalga. Delicioso. Nalga empanada. Papi sabía muy bien lo que hacía usando la palabra nalga. Era inevitable que al escucharla te echases a reír. Cuántos chistes habíais inventado con ella. Pero eso no quitaba que en tu mente la risa se uniera al miedo. No podías —no querías— imaginar que tus padres tomaran la decisión de comerte. Mami, siempre más sensata y prudente, reñía a papi por esas tontas bromas, que te hacían sentir muy intranquilo”. A él, y a nosotros.