La historia de Caín y Abel es una de los primeros cuentos con los que nos adoctrinaban a los que no tuvimos escapatoria posible a la religión católica. Un fratricidio de dimensiones bíblicas con el que nos ilustraban sobre la bondad y la maldad humanas, los celos, la envidia y todo un nutrido legado de conductas psicóticas referenciadas en el Génesis. Es decir, aprendimos que el bueno muere y se convierte en mártir mientras que el malo sobrevive y escapa de la justicia divina. Todo lo más, lo expulsan del paraíso, del partido o lo recluyen en un monasterio apartado para que haga acto de contrición en actitud contemplativa. Una lección muy oportuna para los tiempos que corren. Más o menos como ofrecerte 70 vírgenes si te haces terrorista suicida.
Las que no aspiramos al martirio ni a la santidad sino simplemente a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente después de muchas horas de preparación vivimos pendientes de que a alguien se le ocurra sacarnos del armario algún hermano asesino, un padre lisiado con una costilla de menos o una madre zampamanzanas que cambió el edén por una “picaeta” a media mañana. Ojito, que quien más y quien menos tiene un primo concejal por el partido que no toca, un amigo que suspendía gimnasia antes de que le nombraran ministro del ramo, una hermana que flirteó con un defraudador de impuestos, un abuelo que guerreó en el bando equivocado (una de las dos Españas ha de helarte el corazón) o un cuñado tonto del culo que una noche de borrachera se hizo un selfie con un futuro corrupto. Madre mía la de titulares que pueden salir repasando los álbumes familiares. Porque ya no solo somos responsables de nuestra vida y nuestros actos, somos presuntos cómplices de los errores de otros. Estamos bajo sospecha por no haber intuido a tiempo que emparentábamos con posibles próceres de la patria que un día serían el blanco fácil de telepredicadores de tres al cuarto. En una sociedad tradicionalmente endogámica y nepotista como la nuestra no se toleran los outsider que se cuelan en el ascensor social por méritos propios y sin pedir permiso a los que viven instalados en las plantas nobles por derecho de cuna. Estamos acostumbrados a que se hereden las jefaturas del estado, los títulos nobiliarios, los ministerios, los sillones de la judicatura y hasta las portadas del Hola. Por eso, las huestes “del algodón no engaña” desconfían cuando alguien ajeno al establishment de toda la vida, sobre todo si es mujer, ocupa cargos de responsabilidad sin la ayuda de la parentela. Seguimos recluidas en una permanente minoría de edad porque todavía hay quien duda de que seamos lo suficientemente autónomas para prosperar laboralmente sin el aval del macho alfa de la tribu. A veces tienen razón. En la historia sobran los ejemplos. Ahí están Ivanka Trump, Ana Botella, Cristina Fernández, Isabelita Perón, Corinna zu Sayn-Wittgenstein o Corazón Aquino. Pero muchas otras han de cargar con la rémora de ser “hijas de o esposas de” a la hora de asumir responsabilidades para las que están sobradamente preparadas. Hilary Clinton, Michelle Bachelet, Indira Ghandi, Nadia Calviño, Soraya Sáenz de Santamaría, Trinidad Jiménez o Cristina Narbona son un muestrario variopinto. Por eso, que un mameluco detrás de una barra de bar se crea con derecho a humillar y menospreciar la cualificación profesional de una mujer por el simple hecho de ser la esposa de un presidente que no le gusta me revuelve los higadillos. Yo ya se lo tengo dicho a mi marido: “Ni se te ocurra hacerte ministro, que mi hermano fue concejal socialista en mi pueblo y yo me saqué el doctorado en la misma universidad que el ínclito Francisco Camps. No me jodas”.