Después de un hecho traumático, según los expertos, se despierta en el subconsciente una catarsis liberalizadora produciendo en nosotros una transformación interior dotando a nuestra visión de la realidad de distintas perspectivas. Eso es lo que le ocurrió a la sociedad norteamericana y al común de los mortales en los atentados del 11-S y lo que se ha repetido con la llegada de la pandemia mundial que nos obligó a encerrarnos en nuestros hogares.
Ya nadie es el mismo tras lo sucedido. Para bien o para mal todos hemos sufrido una metamorfosis. En algunos ha sido positiva y en otros kafkiana convirtiendo al que era normal en un bicho raro con taras considerables en su pensamiento. Más que alterar, ha hondado en una disyuntiva que ya era latente: Los problemas psicológicos de la sociedad y sobre todo de los más jóvenes. “Antes había algún depresivo, ahora estáis todos tocados”, señaló el periodista Pablo Díaz Villanueva en una entrevista hace un año en referencia al tema que nos atañe. Se palpa en el ambiente, se percibe el miedo, la desesperación, la incertidumbre provocada por la decadencia del mercado laboral además de las consecuencias que tienen en nosotros las redes (a)sociales. Y las llamó así puesto que paradójicamente, en el mundo 2.0 donde podemos contactar en un minuto con un allegado que está en Indonesia y con otro que se encuentra de misión en el Congo, estamos menos conectados y aislados que nunca. Los edificios, el paisaje y los pájaros nos han dejado de emocionar y ahora nos pasamos todo el día mirando el móvil incluso cuando caminamos por la calle. A veces da la impresión de que a algunos les van a tener que incorporar un detector de contacto de los que llevan los vehículos para no chocarse con otros viandantes. Hemos perdido la capacidad de sorprendernos. Ahora lo único que nos asombra es el último emoticono de WhatsApp.
Estamos viciados, en el sentido literal. La sociedad del consumo y de los estilos de vida como diría Juan Manuel de Prada, nos está devorando mientras nos aborda con obsequios existenciales en apariencia de lujo. Preferimos inmortalizar las vivencias en Instagram en lugar de en nuestra retina, nos sentimos más cómodos hablando por Facebook que frente a nuestro interlocutor, y nos protegemos bajo un perfil oculto en Twitter para reprochar, insultar y soltar todo tipo de barbaridades que seguramente de no estar atrincherados por una pantalla no diríamos ni por asomo. Vivimos en una realidad de gomaespuma en la que nada es lo que parece, la apariencia es la nueva normalidad y la verdad se ha convertido en el camino que solo toman unos pocos valientes desvergonzados. El otro día, sin ir más lejos, una allegada que había quedado con una persona, tras esa cita, me señaló decepcionada, que su forma de ser tenía que ver poco con la que se apreciaba en redes sociales. Si este individuo se mostraba en la nube alocado, divertido y extrovertido, a la hora de encontrarse personalmente se mostraba un ser introvertido, aburrido, raro y con poca conversación.
Así estamos. Insatisfechos con la vida real que tenemos preferimos crear una existencia paralela contrastada con la rutina. Experiencias anodinas contrarias a la verdad que perturban el alma generando un contrasentido a nuestros objetivos vitales. De hecho, como señala un titular de una noticia de VozPópuli, “Los psicólogos también relacionan la escalada de los suicidios entre los jóvenes al postureo”. Pose social que antes tenía su gracia pero que ahora parece haberse convertido en un arma de doble filo alterando la realidad y matando la inocencia. Nos gusta aparentar. Quizá por eso ocurre lo que tanto critica Ana Iris Simón sobre lo de que nuestra generación es pobre, pero tenemos Netflix, un IPhone o podemos irnos a Punta Cana de viaje mientras en realidad las pasamos putas, -hablando claro-, para llegar a fin de mes. Decir que no tienes un euro no vende en la camarilla digital, en cambio, subir stories de tus viajes por el mundo te hace ser popular. Esta paranoia ha llegado a tal extremo, que decir que no te has movido de tu Comunidad o de España produce la decepción de tu círculo observándote con extrañeza por no haberte hecho la clásica foto en la Torre de Pisa o por no haber esquivado gente en la gran manzana de Nueva York. Como dijo Santiago Abascal en una conversación con el filosofo Miguel Ángel Quintana Paz, existe una especie de superioridad moral de los que han viajado con respecto a los que no han tenido la gallardía de cruzar el charco. Suficiencia cosmopolita que te posiciona mejor en los algoritmos del postureo haciendo creer al resto de los mortales que llevas una vida faraónica mientras tienes que hacer malabares para pagar el alquiler y Netflix.
Estamos en un mundo cada vez más feo porque no somos nosotros mismos y hemos sido abducidos por el atrezo existencial de la apariencia. Coexistimos en una especie de competición por ver quien hace la foto más espectacular, quien vive mayores experiencias, o quien tiene más amigos en redes sociales. Al final terminaremos todos muertos de envidia. Lacra que desgraciadamente asola nuestro porvenir sin que nos demos cuenta. Me viene a la mente una película de cine independiente de cuyo nombre no quiero acordarme que relata cómo un hombre con mucho éxito termina siendo envidiado por su vecino teniendo este que endeudarse para poder permitirse una vida igual que la de su paisano. Al final llegó un momento que el pasivo de su balance de situación era mayor que el activo y el largometraje termina con un funesto desenlace cuando el segundo en discordia decide poner fin a su vida.
Eso pasa, no está sólo sacado de una película. Antes que recurrir a medios terapéuticos cómo exige Íñigo Errejón, pese a que estoy de acuerdo, debemos aplacar previamente las taras creando una sociedad menos aparente y más real, un mundo menos artificial y más natural. Para empezar, tenemos que dejar a un lado el relativismo y saber de la existencia del mal. Parece que algunos todavía se empeñan en que todo el mundo es bueno incluso cuando 3.000 personas perecieron en el 11-S, 900 inocentes fueron atentados por ETA o miles de personas son asesinadas por el mal encarnado. Hasta que no vivamos para la verdad seguiremos perdiendo. Ya dijo el Papa Francisco que el mayor favor que se le hace al demonio es vivir como si no existiera. Por eso la oscuridad gana y la luz se funde junto al silencio de los buenos. Virtuosos que no son capaces de enfrentarse a la ausencia de bondad de los villanos.
A lo mejor, si alzamos la mirada, dejamos de posturear y dejamos de ser egoístas, cambiaremos el mundo y nos daremos cuenta de lo que de verdad importa.
Desgraciadamente, muchos son a los que les interesa vernos alineados, aterrorizados, sumisos y anestesiados. Quieren ciudadanos dormidos para que no haya líderes que se alcen contra la plutocracia.