Busco en la estantería el libro Desastre. Historia y política de las destrucciones de Niall Fergurson y lo encuentro al lado de la biografía de Elon Musk: ¿casualidad o será el espíritu de nuestro tiempo? ¿Será el siglo de la tecnología el siglo de la deshumanización y surgirá de ambas una nueva debacle para el género humano?
La pregunta no pretende ser fatalista por más que vivamos en un entorno que parece ansiar que los ciudadanos dimitamos de muchos de nuestros valores. Un siglo cuya “Ilustración” se concreta en bits, cúbits, big data, machine learning e inteligencia artificial. Mientras, se nos insta a dimitir de la razón y el sosiego para dejarnos llevar por la ira, el odio y la antipolítica. Un racimo de furias que, curiosamente, se alimenta hasta la saciedad de redes sociales construidas y dirigidas por algunas de aquellas tecnologías, gracias a la nueva aristocracia libertario-digital que las ha impulsado. Esos aspirantes a amos del siglo que, en ocasiones, pretenden lavar su imagen mostrándose como futuros conseguidores de objetivos nobles: la prolongación de la vida y la sanación de enfermedades ahora incurables, la batalla contra el hambre, el aligeramiento de las consecuencias del cambio climático y, prácticamente, cualquier otro deseo disruptivo que emerja de la fantasía humana.
Resulta tentador dejarse arrullar por los cantos de sirena de esa manada de unicornios billonarios y de sus patrocinados políticos: unos y otros, vistos los procedimientos de las democracias a la hora de tomar decisiones y forjar acuerdos, están inoculando, sobre todo en los jóvenes, la creencia de que un opaco algoritmo, -establecido privadamente por un reducido grupo de seres humanos-, está más capacitado que los gobiernos y parlamentos en la obtención de soluciones a los problemas públicos. Una promesa embaucadora que oculta los sesgos de quienes desarrollan los algoritmos; una oferta que sacrifica la libertad de elección y obvia la presencia de los mecanismos dirigidos a la introducción de cambios e incentivos cuando se modifican las preferencias públicas: tal es el papel de la buena política parlamentaria, de los cauces de participación pública, de la libertad de expresión y prensa y, en última instancia, de los procesos electorales. Al menos, de las elecciones con protagonistas que entienden el poder como una delegación temporal de la soberanía del pueblo y su ejercicio como la vía para la creación de confianza, oportunidades para todos, la neutralización de lo injusto y la regeneración de la convivencia activa y productiva.
No obstante, el choque entre eficacia funcional-tecnológica y eficacia democrática está servido. Y no sólo defienden la primera algunos fabricantes del poder digital y diversos manipuladores de sus aplicaciones, como sucede en EEUU y Europa. También los países con raíces totalitarias, entre ellos China, la pregonan y sustentan aunque el mensaje sea diferente. Para ellos ya no existe un ejemplo superior de democracia: cada país debe dotarse de su propio modelo que, en el caso chino, se legitima por la intensificación del orgullo nacional, el éxito económico-científico y su creciente influencia internacional; factores relevantes si no fuera porque surgen de un régimen dictatorial sustentado sobre la supresión de los derechos humanos, las desigualdades económicas y sociales y la persecución de la disidencia.
Pero seríamos ingenuos si ignorásemos el caldo de cultivo que se está acumulando en las democracias consolidadas, sometidas a erosiones profundas por su propia incapacidad política y por el poder de diversos intereses creados aferrados a sus privilegios. Por ejemplo, cuando se suscitan críticas ante la mediocre presencia de empleos decente o la débil construcción de viviendas dignas y accesibles. ¿Para qué queremos las libertades, nos dicen algunos jóvenes, si no sois capaces de proporcionarnos los fundamentos para que construyamos un proyecto propio de vida que pueda aprovecharlas en positivo?
Y, junto a estas críticas genuinas, que conducen a la dimisión de lo que es y representa ser ciudadano en un espacio de libertades, surgen otras que tienen a la misma democracia en la diana. Críticas y descalificaciones que aspiran a hervir el ánimo ciudadano con ingredientes de maldad procedentes de embusteros, falsarios y otros verdugos de la verdad; las que equiparan la ciencia contrastada con la pseudociencia, propagada por charlatanes, iluminados y espiritistas; las difundidas por los negacionistas del cambio climático y por quienes desprecian la responsabilidad de gobiernos y ciudadanos en el avance hacia la igualdad de los seres humanos, calificándola de “senda social-comunista”.
Es de este modo como se nos empuja a dimitir de la templanza, la justicia, la solidaridad, la bondad y el respeto hacia quienes no comparten nuestra visión, general o particular, de las cosas. A dimitir de una decente visión de la vida vivida en libertad y animada por compromisos compartidos de superación ética.
Nos situamos, pues, ante un gran debate: el necesario para limpiar la pátina de porquería que intenta incrustarse en nuestras vidas haciendo uso de los grandes, y muchas veces imperceptibles, poderes tecnológicos, propagandísticos y billonarios. Ahora bien, el adversario es poderoso y juega con ventaja porque su dinero se mueve sin barreras ni escrúpulos; porque oculta la explicación de sus algoritmos y los protege con el manto de la propiedad intelectual o bien porque amaga sus trapacerías en lugares ilocalizables. Un aprovechamiento sistemático del espacio digital que contrasta con la actividad de gobiernos y parlamentos democráticos, analógicos y abiertos al escrutinio público. Mientras que los enemigos de la democracia se regocijan en su capacidad de engaño y manipulación, la democracia reivindica la transparencia, la veracidad y la responsabilidad por más que intenten desvirtuarla esos repugnantes muñidores de la cosa pública, peritos en corrupción, infamias y canalladas.
Ante el actual escenario, los amantes de la democracia tienen, -tenemos-, que convencerse cada día de que no debemos estar a la miserable altura de quienes practican estilos políticos estruendosos, improductivos y alejados de los intereses generales. Espejear a tales personajes e imitar sus tácticas alimenta la desafección y el nihilismo de los pueblos: justo los resultados que esperan esos nuevos poderes emergentes, parafascistas y crueles, para destruir el valor y utilidad de las democracias liberales.