Vivir es ver volver, escribió el maestro Azorín, y yo he vuelto al cine. El primer año de la pandemia, cuando los cines reabrieron, apenas pisé una sala. Por suerte he recuperado una vieja costumbre que me ha regalado muchas alegrías. En lo que va de 2022 he visto El callejón de las almas perdidas, El espía inglés, Drive my car, Primavera en Beechwood y, hace dos semanas, Las ilusiones perdidas, dirigida por Xavier Giannoli.
Quisiera detenerme en esta película francesa, basada en una de las novelas más conocidas de Balzac. Fue tan buena la impresión al verla en el cine Aana de Alicante que, a mi regreso a València, corrí a rescatar el libro de mi biblioteca. Recordaba haberlo comprado a comienzos de siglo. Era una edición barata, de tapas blancas. Pero por mucho que lo busqué no lo encontré. Mi biblioteca es un desorden, reflejo de mi vida. Por tanto, no debería sorprenderme haber extraviado la novela de Balzac.
A diferencia de los libros que no te dejan huella, yo sí recordaba, antes de entrar al cine, el argumento de Las ilusiones perdidas. El protagonista Lucien de Rubempré, interpretado por Benjamin Voisin, es un joven huérfano que deja su trabajo en una imprenta de su Angulema natal para triunfar en el París nacido de las cenizas de la derrota napoleónica. Lucien es poeta, ha escrito un libro titulado Las margaritas y aspira a ofrecer su vida en el altar de la Literatura. Además está enamorado de una bella marquesa.
Un París hostil para jóvenes sin blanca
París no lo recibirá con los brazos abiertos; París es una ciudad hostil y cruel para jóvenes sin blanca como él, obligado a trabajar de camarero en un restaurante de mala muerte, donde conocerá a un periodista cínico y mentiroso que lo introducirá en el mundo del periodismo, un mundo donde todo se compra y se vende: la reseña de un libro, la crítica de una obra teatral o la invención de un bulo para dañar a un personaje de la capital.
El retrato despiadado que se hace del mundo periodístico y editorial de la Francia del siglo XIX es lo mejor de la película y de la novela de Balzac. Entonces, como ahora, la mayoría de los premios literarios están dados de antemano. Gérard Depardieu, que interpreta a un editor con olfato económico que no sabe leer ni escribir, nos recuerda, cómo no, a aquel empresario andaluz que montó un imperio editorial de la nada.
“Los grandes periódicos nacionales, anémicos por su falta de lectores, están a merced del poder político y empresarial de esta época”
Y así hasta hoy. Quien ha sido testigo del periodismo de finales del siglo XX y principios del XXI sabe que han podido cambiar las formas, el teatro donde se representa la función, pero que el fondo es casi el mismo de entonces. Huelga decir que los grandes periódicos nacionales, anémicos por su falta de lectores y publicidad, están a merced del poder político y empresarial de esta época. Como en el París de la Restauración borbónica, hoy vemos a periodistas que cambian sus ideas según el color del Gobierno de cada momento, como aquellos redactores retratados por Baroja en Las noches del Buen Retiro: los mismos que defendían la patria y la fe católica, meses después ponían su pluma mercenaria al servicio del amor libre y el proletariado.
La mala fe y la mentira
Esa falta de principios, que en modo alguno estoy en condiciones de criticar, se refleja fielmente cuando Lucien es nombrado caballero del periodismo en nombre de la mala fe y la mentira, siendo bautizado con champán en una fiesta en la que los invitados ríen y se divierten en aquel París frío y desalmado que nos hubiera gustado conocer.
El protagonista de esta bella y triste historia se corrompe como el resto de sus colegas. Escribe para los liberales y los monárquicos. Llega a creerse un personaje importante, como esos periodistas que uno ha llegado a conocer. Creen que sus firmas valen algo cuando en realidad su prestigio real depende del medio para el que escriben. Si dejan de hacerlo, en quince días nadie los recuerda.
El periodismo canallesco acabará con los ideales del joven poeta de provincias. Dilapidará su talento en redactar libelos, olvidará sus versos, será otro fracasado en la larga lista de aspirantes al Parnaso. El periodismo como pretexto para postergar el examen del talento literario, si es que alguna vez se tuvo.
El castillo de naipes se derrumbará
En su estancia en París, Lucien se enamorará de Coralie, una actriz de medio pelo, buena y generosa, frecuentará a marquesas, se codeará con nobles que se ríen a sus espaldas, se dejará querer y será engañado, fumará hachís, se emborrachará y sus deudas crecerán sin freno. Un día ese castillo de naipes se derrumbará. Coralie muere. Vencido y sin un franco ni una ilusión en el bolsillo, regresará a Angulema. Este episodio me recuerda a la melancolía que envuelve al final de la historia protagonizada de Frédéric Moreau en La educación sentimental de Flaubert.
No hay que ser un joven poeta de provincias para reconocerse en el fracaso del protagonista. Hace mucho que las ilusiones se desvanecieron (tal vez las tuyas también, querido lector) y te pasa como cuando buscaste la novela de Balzac, que no las encuentras por mucho que te empeñes. Ignoras cuándo y dónde las perdiste; entonces aceptas lo que eres y te limitas, como el resto de la gente, a ir tirando ya sin esperanzas pero con el miedo intacto.