Abelardo
Muñoz no es precisamente desconocido, claro está. Para muchos es un auténtico icono, alguien en quien nos hemos fijado y al que hemos leído e imitado. Periodista de raza, humano mundial, espíritu sensible a la faceta más carnal de nuestra especie, es un cronista excepcional con sustancia de escritor universal. Cada libro suyo es un acontecimiento, un éxito de la cultura. Hay quien pensará que tanto elogio por qué: simplemente por honestidad, y por respeto a la literatura. Ahondar en sus historias es penetrar, machete en mano, en una jungla urbana de miserias y bondades. Es cierto que las proezas y temeridades del periodismo gonzo han sido superadas por el tiktokizar situaciones tan peligrosas como absurdas, pero allí donde la gesta en las redes sociales persigue solo la satisfacción inmediata del like y el nuevo follower, la inmersión periodística y literaria en las simas del homo sapiens iba tras algo mucho más esencial, e inevitablemente más valioso, como es conocer algo de verdad tras nuestra existencia efímera. Esto no significa que Abelardo Muñoz sea o haya sido un periodista del gonzo, o al menos no exclusivamente. En Chungas calles, nueva entrega de su bibliografía personalísima que publica Libros del Baal del editor también único Ximo
Rochera, viajamos de nuevo a las calles más jodidas, a los arrebatos de belleza más improbables. Muñoz estuvo allí o al menos formó tan parte de ello que puede ficcionarlo y aun así emocionarnos con relatos tan locales como planetarios, en tanto en cuanto lo que en ellos sucede es la pura vida que salta sin problemas fronteras, demarcaciones anómalas o límites tan perecederos como todos los que podemos crear y matar por.
En materia de sensibilidad, y más en estos tiempos que corren de endurecimiento y vileza, un escritor como Abelardo es un personaje incómodo, incomprensible. ¿A quién le importa nada nadie? ¿A santo de qué empatizar, con el marginal, con el delincuente? Ya ni siquiera eso: el miedo no se lleva bien con la tolerancia o la piedad. Pero él dice: “En los aciagos días en que ya me había fundido mis caudales solía ayudar a mi colega Matraca en la realización de sus faenas. Matraca tenía veintiocho años, una hermosa parienta de ojos agitanados y un prometedor vástago de cinco años; además era más listo que el hambre y muy aficionado a las ciencias ocultas. Pero era más vicioso que el coño de un diablo y poseía un ingenio y una humanidad admirables. Era diferente y entrañable y por eso andaba yo con él. Para él todo empezó años atrás cuando se quedó sin trabajo, primero comenzó a trapichear heroína turca que metía en pajitas de refresco que luego quemaba con fuego para cerrarlas al vacío; cometió el desliz de consumir lo que vendía, primero fumándolo, luego mi novia le enseñó a buscarse la vena y ya no lo dejó. Meses después descubrió la cocaína y ya no podía vivir sin ella”. Las chungas calles abelardianas son paisajes en los que, sea menor o mayor la distancia vital respecto a los personajes, es muy sencillo entrar. En sus páginas huele a sudor, a tabaco, a España de hace treinta años, a alcohol matutino, a soledad, a abrazos en polvo, a beatitud. Transitar las chungas calles no es lo mismo que escribirlas: todo tiene un precio que allí se paga con pedazos de corazón: “Contemplar el mundo: gesto inmóvil sin sentimientos, sin discurso, como una piedra, como una planta, inundado de paisaje, de color, de aromas. Flotar como el polvo y posarse en las cosas con la suavidad de una pluma. Amar en silencio.
Sentir sin aspavientos. Siento llevar en mi interior toda la armonía y el caos de la existencia. Sufro y gozo con ambas cosas. Huérfano de anhelos, indiferente ante el deseo, frío de pasión. Mi aprendizaje consiste en vaciar por completo la conciencia. Se ha extinguido en mi vida la esperanza. Y no sé qué hacer con los presuntos años de vida que me quedan”. Beatitud.