Fue una mañana con sol, en las inmediaciones del Ayuntamiento de Alicante. Me encontré con un entonces concejal socialista que esperaba una oportunidad de fumarse un cigarro sin cargo de conciencia. Estuvo un buen rato hablándome del trampantojo de la nueva política, de los espantos de Podemos -y de todo lo que tuviera el tufillo sulfuroso del 15-M- y de lo fácil que es ganar votos con demagogia, mentiras y buenos publicistas, cuando lo que había que hacer, decía, era trabajar duro cada día en el despacho y recorrer las calles para recabar las necesidades del ciudadano. En un momento dado, sacudió la mano para sacarse de encima una ceniza que descuadraba el color liso de su camisa. Con ese gesto displicente y automático, me pareció que trataba de deshacerse también de los puñales que había lanzado contra miembros de su propia corporación, de la inquina que había demostrado contra alguna de sus compañeras y de las trincheras que había cavado para que no se le escapara el sueldo municipal. Después, sonrió. Al despedirme, me palpé los omoplatos.
No sé a qué familia del socialismo alicantino pertenecía. Nunca me ha enganchado esa trama y bastante tengo con aprenderme los nombres de las primas de mi madre. Pero seguro que estaba sometido a los designios de las sombras, al baile de máscaras rojas en que se ha convertido el PSOE (sí, ya he dado el salto al ámbito nacional), que de tanto gustarse en su aristocracia de memorandos y congresos, ha acabado por no saber salir a respirar, como los protagonistas de El ángel exterminador. Y ahora pasan dos ovejas, como en la película de Buñuel. Las camarillas y pleitesías son las que han condenado al socialismo a la miseria actual. Tener en nómina a un carro de fantasmas exige tocar el poder y sacar réditos para poder alimentar sus favores. Y en lugar de estudiar el mercado de votos para satisfacer las demandas del siglo XXI, en lugar de aplicarse en la musculación de sus argumentos, han escuchado las voces de su cabeza. Y han ido escorándose hacia el centro (dicen ellos) para no alejarse demasiado del contribuyente medio. O para poder girar rápidamente cuando el viento sople del lado contrario. Total, la izquierda está desmandada, fragmentada en un trencadís de colores, incapaz de restañar las heridas que produce creerse en posesión de la única verdad posible. Como siempre.
Y así es como llegamos a Pedro Sánchez, paladín de la nada, que sin embargo ha sabido alimentar el rencor que las bases de todos los partidos están hartas de sentir contra la clase política. Es decir, contra los integrantes de las dos mitades del bipartidismo y contra los que nutren otros partidos, que suelen ser los derrotados de luchas anteriores por el poder. Si Susana Díaz ha besado la lona es, en realidad, por la rebelión de los hijos de Saturno a la hora de la merienda. La victoria de Sánchez está apuntalada en una espantá, la que le llevó lejos del mercadeo de Ferraz y de las esquinas umbrosas de las Cortes. En el exilio supo armar un decálogo de conveniencia, pero también deshacerse de los retratos de familia, que tanto espacio ocupan en las maletas cuando lo que se pretende es escapar. No llegará mucho más allá, como tampoco lo harán quienes no están sabiendo gobernar por aquí cerca bajo las mismas siglas, alguno, de milagro. Pero, al menos, las primarias del PSOE han servido para señalar los vicios enquistados en los cuartelillos de la función pública con galones. De momento, la gente pide que los políticos, socialistas o no, dejen de mirar atrás. El siguiente paso será que las ideas también lo hagan.