A estas alturas del segundo mandato de Pedro Sánchez, y del Gobierno del Botànic, ya hemos visto a casi todos los partidos pasar por muchos escenarios. Quizás nos falte saber el desenlace de cómo acabará la singladura de los emergentes (Podemos, Ciudadanos y Vox) en las instituciones. Nos movemos entre dos fenómenos: el 15M, que catapultó a Podemos, y por inercia autonómica a Compromís, al 17O, que hizo lo mismo, primero con Ciudadanos, y más tarde con Vox. Entre medidas, hemos vivido la metamorfosis de PSOE y PP. Los primeros con un líder, Pedro Sánchez, expulsado por una parte de los suyos, y después triunfador en unas primarias, y por otra, a Casado, ungido tras un proceso de elección interna, tras la primera moción de censura que sufre un presidente de Gobierno. En ambos casos, el contexto, la circunstancias y las denominadas primarias (en algunos casos, con elección a segunda vuelta por compromisarios) han acabado por sentar procedimientos internos de elección, hoy más sólidos. Sobre todo, para los liderazgos de los partidos y sus estructuras. Incluso, para encabezar candidaturas locales. Otra debate, bien distinto, es la confección del resto de las listas. La conclusión, sin embargo, tiene matices, y contextos. No es lo mismo estar en el poder que en la oposición, como tampoco es lo mismo ostentar y ejercer la dirección de un partido que formar parte de las bases.
El poder tiene habitualmente la iniciativa; las bases, cuando buscan algo, deben luchar, además de convencer y vencer a las estructuras. Esto es de toda la vida. En la diatriba izquierda/derecha, el ejemplo va por barrios. Insisto, en los últimos años, como consecuencia de esos dos hitos (15M y 170), la democratización se ha impuesto de forma acelerada, motivada por los acontecimientos. Había más tradición en la izquierda, la derecha la ido incorporando paulatinamente, y con determinadas lagunas: a veces, sin perder esa cultura de la jerarquía (mandan los de arriba).
Y con este escenario, tenemos varios procesos abiertos, abocadas a la elección de líderes internos. El más silencioso, el de Ximo Puig, que busca revalidar un cargo, el de secretario general del PSPV, del que anunció en el último congreso que no volvería a presentarse. Fue en verano de 2017, en IFA, Elche. Entonces, Pedro Sánchez, era el secretario general del PSOE victorioso de las primarias frente a Susana Díaz. Tres años después, Sánchez es el todopoderoso presidente del Gobierno, y Puig, presidente de la Generalitat, que buscar revalidar ese cargo al frente del PSPV como punto de cohesión ante las dos almas que residen en el partido: la suya y la de los sanchistas. Desde diciembre de 2019, que los suyos le convencieron de que optara a un tercer mandato, muchas de sus decisiones al frente del Consell buscan apuntalar esa reelección ante un sanchismo que ha ido conquistando comarcas por la fuerza de los acontecimientos electorales. Queda mucho tiempo todavía -las elecciones, yendo todo bien serían en abril de 2023-, pero el congreso que debe validarlo de nuevo, sería dentro de un año. Y mientras no haya alternativa que se preste -si Pedro Sánchez no toca el pinto, no la habrá-, hasta entonces veremos una especie de biscotto, con un partido sin apenas vida interna, ni punch, con cargos acomodados, en una trayectoria laudatoria hasta el última día de ese cónclave. Una especie de sueño dulce, en el que la mayoría vencerá, pero que hasta 2023 no sabremos si convencerá.
En el otro lado de la balanza, y salvando las distancias, hemos vivido esta semana el sainete de Vox. Unas primarias, convocadas en siete provincias, entre ellas, Alicante, con el objetivo de renovar las estructuras internas del todavía tercer partido en votos en las últimas elecciones al Congreso de los Diputados, y a ser posible, los afines a la dirección de Santiago Abascal. Y lo que también parecía un camino expedito para que la Síndica de Vox en las Cortes Valencianas, Ana Vega, ganara sin bajar del autobús, se ha convertido en una parada técnica por infracciones manifiestas, y con muchas patadas en la espinilla: filtraciones interesadas para jorobar al rival, infiltrados en los actos con el mismo fin, poca actividad orgánica convencional, más bien batallas en la red, ...todo para que al fin se desmovilizara a la persona que todavía tenía confianza en una apuesta política nueva, conservadora, pero con el propósito de presentarse alejada de las viejas formas del PP. Y el resultado es que ese afiliado de base, nostálgico, imberbe, inocente, confiado en el que "estos no serán como los otros" se ha encontrado, en algunos casos, con maniobras mucho peores: favoritismos hacia determinados candidatos, trabas para los otros. Y lo de peor de todo, como ocurriera antaño con las gestoras, es que todo hace pensar que esta repetición ordenada no sea una parada técnica para que los preferidos de la dirección cojan aire y se marque distancia del cabreo y el descontento generado en tan solo diez días de campaña electoral interna. Y todo a sabiendas que pase lo que pase, gane quien gane, en Vox, siempre habrá un comité electoral superior que hará lo que le venga en gana, en función de sus intereses, obviando lo que digan las bases y la tan cacareada democracia interna para convertirse en un partido más, o en un partido convencional.
Conclusión: todos los partidos hacen gala de democracia interna, pero muy pocos la practican con todas sus consecuencias. Y máxime si están en el poder: en todo caso, proponen y lanzan candidatos pero con paracaídas. Sólo cuando se está en la oposición, y si las circunstancias lo permiten, se producen una comparación sincera de aspirantes y de programas. Pero insisto, no cunde el ejemplo. Sólo ganan las mayorías sin convencen. Si las minorías imponen sin generar consenso, ni hay mayorías ni convencen. Lo veremos de ahora en adelante, y en todos los partidos, sin excepción.