Dicen que los niños ya no saben leer el tiempo en los relojes. Que en los colegios ingleses están retirando los relojes analógicos, los de toda la vida, con sus manecillas, sus minuteros y segunderos porque nadie enseña a los jóvenes a descifrar las horas. Ya no es necesario interpretar el baile de las agujas porque el transcurso del tiempo te lo dan empaquetado en guarismos fosforescentes donde se suceden las horas, minutos y segundos en el centro de una pantalla donde hay lugar a errores.
Los relojes se han convertido en objetos de coleccionismo, en símbolo del estatus social de quien los luce o en antiguallas que adornan paredes o campanarios. Ese instrumento cuya única función era medir el paso del tiempo desde que los humanos aprendimos a contarlo se ha desvanecido entre múltiples aplicaciones tecnológicas que nos lo ofrecen como un accesorio de serie. El móvil ha encerrado en un cajón todos los relojes que han crecido con nosotros. Los que nos regalaron para que nunca fuéramos cenicientas. Los que se paraban cuando el mundo se detenía sin remedio. Los que trucábamos para prolongar noches que no deberían acabar nunca. Y sin embargo, yo también he desertado de esas joyas cronológicas que tanto me costó entender.
Uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia es aquella tarde en que mi abuelo Florencio me enseñó a leer las horas en un reloj de pulsera. Sentada en el murete de una ventana para estar a su altura sin que tuviera que agacharse, mi abuelo se quitó su reloj en el que solo había dos manecillas y doce rayas distribuidas homogéneamente sobre un círculo blanco. Ese artefacto enigmático en el que no había ningún número marcaba el ritmo de mis días aunque yo no supiera interpretarlo. Hasta entonces, lo más parecido al reloj era el silbido de mi padre a la una y media que anunciaba que el plato ya estaba sobre la mesa. Entender el vocabulario del tiempo significaba hacerse mayor y presentar la candidatura para que los reyes magos te trajeran el primer reloj. Situar imaginariamente los números sobre la esfera fue relativamente sencillo aunque todavía ignoraba la graduación de los ángulos.
Para los cuartos, las medias y las horas exactas, mi abuelo se ayudaba del campanario de la iglesia que sonaba una, dos, tres y cuatro veces antes de marcar el momento preciso en el que la manecilla grande apuntaba arriba antes de empezar otro circuito completo de sesenta minutos que haría avanzar la manecilla corta de una raya a la siguiente.
La teoría no era sencilla porque solo se contabilizaban doce horas cuando el día tiene veinticuatro. En invierno era más fácil porque la información que te proporcionaba la esfera del reloj se complementaba con la luz del sol. Era de día o de noche. En verano, sin embargo, la cosa se complicaba un poco más, cuando el reloj marcaba las ocho pero aún faltaba mucho tiempo para que llegara el atardecer. Todo eso me lo enseñó mi abuelo sin nombrar ni una sola vez Greenwich ni echar mano de ningún chivato que te anunciara si las horas repetidas eran antes o después del meridiano.
Además, yo aprendí a contar el tiempo en un pueblo de la raya portuguesa donde cambiaba la hora según el lado de la frontera en que te situaras. Eso añadía mucha inquietud a mis precarios conocimientos cronológicos y ponía en duda el vasallaje de los relojes a las convenciones políticas. Pero lo peor de todo, lo peor, fue desentrañar los arcanos de las horas y pico. Esos intervalos sin límites definidos que no aparecían en las explicaciones de mi abuelo. Horas no convencionales que dejan un amplio margen para identificar un momento concreto y son el cobijo de pequeñas impuntualidades. Los relojes digitales no son aptos para la poesía. Y nunca sabrán decirnos cuánto dura un minuto interminable. @layoyoba