Como estaba anunciado, los laboristas británicos obtuvieron una victoria aplastante en las elecciones parlamentarias del pasado jueves. A falta de asignar tres escaños, los laboristas obtuvieron 412 diputados, por 120 de los tories, en una debacle sin parangón histórico. En sólo una legislatura, la que va de 2019 a 2024, el vuelco electoral ha sido total. Entonces, en 2019, Boris Johnson logró una victoria histórica para los conservadores, con 365 diputados, por sólo 202 de los laboristas (su peor resultado desde 1935).
Sorprende la magnitud de la caída de los conservadores, pero algo menos si uno atiende a los hitos de dicha legislatura: la desastrosa gestión de la pandemia, que incluye las revelaciones sobre el caos gestor de Johnson y sus ministros y las fiestas y francachelas celebradas durante el confinamiento, mientras la población se hacinaba en sus casas; los abrumadores recortes que han afectado a los servicios públicos, en particular la sanidad británica (el NHS, antaño emblema y orgullo del país, modelo a seguir por parte de muchos); el deterioro general de la vida cotidiana, la economía y la sensación apabullante de decadencia, que ya no se puede enmascarar con soflamas propagandísticas sobre la "Global Britain" o las melancólicas alusiones al Imperio Británico (que, por otro lado, puede que entusiasmen en Gran Bretaña a algunos, pero desde luego no suscitan ninguna simpatía fuera del mundo occidental); la incompetencia y ridiculez de los líderes conservadores, con Boris Johnson y Liz "duró menos que una lechuga" Truss como máximos exponentes; y, en fin, el desastre del Brexit como telón de fondo, que no ha logrado hacer visibles ninguna de las ventajas que prometía y, en cambio, ha potenciado la decadencia y el deterioro en muchos órdenes de la vida.
En resumen: la victoria laborista estaba cantada porque el hundimiento de los conservadores era manifiesto e imparable. Y ha sido una victoria aplastante en escaños, pero no así en votos. De hecho, los laboristas han obtenido un 33,9% de los votos, que es apenas un punto y medio por encima del horroroso resultado de 2019, "el peor desde 1935", con un 32,1%. La lectura es evidente: los laboristas tienen un electorado fiel, pero limitado. No es tanto que hayan recuperado apoyos, como que los han perdido los conservadores, que engañaron (no hay mejor forma de decirlo) a muchos electores con sus promesas de Brexit exitoso y futura grandeza y ahora han visto como perdían la mitad de los votantes: del 43,6% que obtuvo Boris Johnson en 2019 al 23,7% de Sunak ahora (este sí, el peor resultado de los conservadores desde... ni se sabe).
Los votantes que han huido de los tories no han ido mayoritariamente a los laboristas, sino que se han desperdigado por otros partidos. Sobre todo, el Reform del euroescéptico-payaso Nigel Farage (el voto antisistema-protesta de una facción del electorado totalmente alejada del sistema político y dispuesta a dejarse cautivar por el primer vendedor de crecepelos que venda de manera convincente), con sólo cuatro escaños, pero un 14,3% de los votos, y los liberales demócratas, que obtienen 71 escaños con un 12,2% de los votos. Es decir: los liberales demócratas consiguen rentabilizar mucho mejor sus votos que Farage por concentrarlos en las circunscripciones en las que tienen posibilidades, mientras que el voto a Reform ha sido mucho más disperso, maximizando el "Desastre Global" de los conservadores.
Ha sido, por tanto, el sistema electoral británico, mayoritario a una vuelta y distribuido en circunscripciones uninominales, el que ha potenciado la victoria laborista. Este tipo de sistemas siempre priman muchísimo al ganador (no en vano, el ganador en cada circunscripción se lleva el escaño y los demás nada), pero esta vez el efecto ha venido potenciado por la distancia de más de diez puntos entre laboristas y conservadores. Una victoria engañosa, porque está mucho menos refrendada en el voto popular de lo que cabría sospechar viendo el resultado en escaños. En realidad, paradójicamente las elecciones en el Reino Unido vienen a certificar la crisis general de la izquierda en los países occidentales, que ve como parte de su electorado se va a opciones antisistema que suelen ser ultraderechistas y si pactan lo hacen con la derecha, pero no con ellos. Algo que en España apenas ha comenzado a pasar, pero que en muchos otros países está consolidado y como efecto general provoca una derechización tanto del electorado como de las políticas. Una situación que al menos en parte deriva de la impotencia de una izquierda que no sabe cómo responder a los problemas sociales y se centra en cuestiones que preocupan, sobre todo, a las élites culturales urbanas.
Esta victoria laborista, por tanto, está muy condicionada a cómo lo haga el gobierno de Keir Starmer en esta legislatura. Algo que, sin duda, constituye una buena noticia para el nuevo primer ministro británico, aunque sólo sea porque se antoja verdaderamente difícil hacerlo peor que sus antecesores conservadores. De hecho, Starmer podría emular a uno de los mandatarios más excepcionales de nuestra historia reciente, Mariano Rajoy, dedicándose cinco años a no hacer nada, ostentosamente, y los votantes, fascinados con alguien que no rompe las cosas, sino que se limita a ver cómo se van deteriorando, posiblemente le den su apoyo dentro de cinco años.