Enseñar la puerta de la Casa Blanca a Donald Trump es una tarea de esas farragosas que a nadie le apetece nunca acometer porque nunca parece que vayan a generar beneficios directos y tampoco parece que vayan a cambiar demasiado las cosas. Como limpiar los techos de los armarios o construir un carril-bici hasta la EUIPO. Luego, en realidad, percibes cierta tranquilidad en el sustrato microscópico de los ácaros y compruebas que cada día, a cualquier hora, alguien transita en bicicleta, a pie o incluso en patinete por la vertiente de la carretera de Elche, al otro lado del litoral de San Gabriel. En el caso de la presidencia de los Estados Unidos, al sentimiento general de abatimiento que uno sentía hace exactamente una semana, después de trasnochar hacia el empate técnico, ha quedado sustituido por cierta sensación de alivio. Si finalmente Trump no consigue frenar la llegada al poder de Joe Biden, al menos nos quedará un ambiente mucho más respirable, como cuando el polvo de los armarios desaparece. Nadie nos dice que la parte superior de los roperos se limpia, como nadie nos dijo que un tipo como Trump se sentaría en el Despacho Oval. Salvo, acaso, Peter Sellers en la escalofriante Bienvenido, Míster Chance, de Hal Ashby, allá por 1979.
Sé que llegará el cinismo de mis compañeros de pupitre y que se empoderará la realidad de los tratados internacionales clasificados. Por mucho que sobre mi profesión se ciernan nubarrones de tormenta y que seamos incapaces de capear con la historia del último siglo. Sé que Biden acabará engullido por la urgencia de un mundo en fulgurante transformación y por los cerrojos del sistema legislativo norteamericano. También sé que cualquier movimiento político o económico está supeditado en estos momentos a la pandemia, como demuestran las alzas bursátiles de los últimos días tras el anuncio de la vacuna de Pfizer. La vida que se agita a menos de un brazo de distancia de nuestro ombligo no variará lo suficiente. O, como mínimo, no mejorará, que es a lo que hemos venido. Pero qué quieren que les diga. Prefiero manejarme en una larga encalmada, como la que describe Joseph Conrad en su novela En la línea de sombra, que navegar contra el temporal de la crispación perpetua.
Sobre todo, porque el ejemplo de lo que podía pasar en las pasadas elecciones de Estados Unidos lo teníamos bien fresco los alicantinos, con los comicios en los que Luis Alperi venció antes de su última e incompleta legislatura, en 2007. Ambos apelaron al mismo leitmotiv para rascar el puñado de votos que les garantizara repetir en el cargo, el de que vienen los rojos. Con las variantes pertinentes de ambas orillas del Atlántico. Ambos acertaron en su lectura de la situación, aunque el exalcalde alicantino sí consiguió aferrarse a la vara de mando para traspasársela un año después a Sonia Castedo. Y ambos demostraron, como manifestó el propio Trump y solíamos comentar de Alperi en los corrillos periodísticos, que ni siquiera disparar a alguien en medio de una plaza les habría restado miles o millones de votos. Ninguno de los dos dejó un legado en sus dominios de relevancia, pero ambos imprimieron un estilo de hacer política. La diferencia estriba en que mientras que el magnate norteamericano no parece estar demasiado bien, a Alperi la cabeza le funcionaba mejor de lo que debía. Presuntamente. Tras su marcha, la ciudad no fue a mejor. Pero si yo tuviera bici, visitaría con frecuencia las estribaciones de la Ciudad de la Luz, en su honor. Después de pasar el plumero por el armario, claro.