El gorrión más gordo ha llegado tarde. Otro más hábil le acaba de arrebatar, del mismísimo pico, un trozo de tortilla de patatas que ha lanzado al suelo un señor que desayuna en la mesa de al lado. La cafetería está llena de pájaros. Se cuelan por los resquicios del techo de la terraza cerrada que amortigua el frío matinal en Alicante. Sospecho que son clientes habituales porque nadie presta demasiada atención a esta invasión de pájaros desvergonzados. Un niño les ofrece migas de pan pero estos gorriones se han vuelto sibaritas. Parece que prefieren las porras, sobre todo las que guardan restos de azúcar o chocolate. Salen, entran, revolotean un instante oteando el panorama y cuando alguien se levanta, acuden prestos a la mesa que queda libre para darse un festín. Son pájaros de ciudad, pardalets domesticados que se han acostumbrado al pillaje alimenticio como forma de subsistencia. En cuanto te descuides te roban la tostada o la merienda, cual oso Yogui en Jellystone.
¿Qué ha pasado para que estas aves menudas, simpáticas y libérrimas se hayan transformado en indigentes voladoras? La Sociedad Española de Ornitología dice que la población de gorriones comunes en las ciudades ha descendido en más de doce millones de ejemplares durante el 2016, a pesar de que el pardal fue nombrado pájaro del año. Qué cosas, y ellos sin saberlo. Al parecer, los que habitan en zonas urbanas están anémicos y malnutridos porque no encuentran alimentos necesarios para mantener una dieta equilibrada. No hay más que mirarlos cómo se pelean por un trozo de tortilla o una porra con chocolate. La contaminación atmosférica, los plaguicidas y la limpieza de las calles tampoco ayudan en su supervivencia. No es el caso de estos gorriones con los que comparto desayuno, pero dicen que en Pekín o en Londres apenas quedan ejemplares con los que tomarse un cafetito.
Las palomas, sin embargo, se han adaptado mejor y les han comido el terreno urbano. Estas aves llevan viviendo del cuento desde el diluvio universal. Luego Pablo Picasso las convirtió en embajadoras de la paz mundial y desde entonces, atacarlas es casi un sacrilegio. Pero se les está acabando el salvoconducto. La superpoblación está dañando los edificios y el mobiliario urbano, la convivencia extrema con los humanos son foco de contagio de enfermedades y son muchos los ayuntamientos que ya prohíben darles de comer en plazas y jardines. La cosa se pone aún más fea después de que el TSJC haya confirmado que el origen de la fibrosis pulmonar de una guía turística de Barcelona está en la exposición a los excrementos de paloma. Si el miedo se extiende, igual que lo hizo con la gripe aviar, ya se pueden echar a temblar los asiduos a la plaza de Gabriel Miró, uno de los lugares más bonitos de Alicante, como bien saben las palomas, que no son tontas.
Yo, por si acaso, me zampo todo el desayuno sin darle coba a los gorriones cafeteros, no vaya a ser que se aprendan dónde vivo y me monten un remake de pájaros cabreados a lo Alfred Hitchcock.