Cuando era niño me aterraba la idea de ir al País Vasco. Creo que era un sentimiento general. Mi padre y yo teníamos la fantástica costumbre de visitar cada verano un cachito de España con nuestra caravana. A lo largo de una década nos recorrimos casi todo el país. Nunca fuimos a Euskadi.
En aquella época, ETA mataba prácticamente cada 2 o 3 meses. El terrorismo era una de las principales preocupaciones de los españoles. Yo no era capaz de entender como miles de vascos podían votar a un partido que no condenaba el terrorismo, y que incluso estaba investigado por su vinculación a una banda armada. Francamente, aún sigo sin entenderlo del todo.
Pero hay que decirlo. Todo ha cambiado. Y a mejor. En su día tampoco fui capaz de entender como un presidente de gobierno español pretendía sentarse a negociar con aquellos asesinos. Zapatero lo hizo, y poco tiempo después ETA anunció su cese permanente. Entonces lo entendí un poco mejor.
También me irritaba profundamente que la justicia que había ilegalizado Batasuna, dejara que personas que no acababan de condenar el terrorismo en Amaiur o Bildu tuvieran acceso a dinero público. Sin embargo, han pasado muchos años y ETA no solo no se ha reforzado sino que el mes que viene va a entregar las pocas armas que le quedan.
La normalización es un proceso difícil, lento y no tiene un camino muy claro. Yo no acabo de encontrar una fórmula perfecta. Por un lado, entiendo el dolor de los familiares de las víctimas, y no quiero que ninguno de los responsables tenga la mínima impunidad. Por otro lado, la historia nos ha demostrado que la permanente sed de venganza no resuelve nada.
Quizás cierta misericordia sea necesaria para superar el capítulo más negro de nuestra historia reciente. Al fin de cuentas, así fue como superamos el Franquismo. Nuestra exitosa Transición se caracterizó por el diálogo, no por la venganza.
En Irlanda del Norte decidieron crear un sistema político en el que se garantiza un gobierno siempre compartido entre protestantes y católicos. En Sudáfrica, se garantizó que aquellos que confesaran sus crímenes en el apartheid serían parcialmente amnistiados, cayendo las mayores condenas sobre aquellos cuyos delitos fueron descubiertos contra su voluntad.
Sin embargo, el perdón no se puede imponer artificialmente. Lo han descubierto recientemente en Colombia. Las heridas cicatrizan a su tiempo, y no podemos exigir a la población que las olviden de la noche a la mañana.
Tampoco se debe abusar de la palabra “normalizar”. Recientemente vimos como Podemos paseaba a Otegi en el Parlamento Europeo como un héroe. Pero que alguien llegue a la conclusión de que los que pensamos diferente merecemos vivir no es un acto heroico. Significa simplemente que antes era un monstruo, y ahora ya actúa como un ser humano.
Recuerdo también a aquel concejal de Madrid que tuiteaba chistes desagradables sobre Irene Villa, o a aquellos titiriteros que alababan a ETA con un perverso juego de palabras. Si “normalizamos” así, probablemente estamos provocando justo el efecto contrario. Estos comportamientos solo acaban logrando revolver el tema y que vuelvan a florecer los resentimientos que tanto nos está costando enterrar.
Un ejemplo positivo si fue el de “Vaya Semanita”. Aquel mítico programa de la ETB que se atrevió por primera vez a reírse y ridiculizar abiertamente a ETA. Y no lo hacían desde Madrid, sino en el propio País Vasco. Su valentía fue todo un ejemplo.
Quiero pensar que esta semana se ha dado un paso más. Ya sé que ETA ha tardado demasiado en hacerlo. Pero al fin lo ha dado. Ahora faltan dos cosas: que colaboren en esclarecer todos sus crímenes que aún no han sido resueltos (más de 300) y que se disuelva definitivamente.
Tal y como está el mundo laboral de precario (éste es otro tema), no sé si algún día yo llegaré a tener hijos. Espero que si. Si es así, será para mi todo un gustazo llevarles a conocer uno de los lugares más bellos de España. Con una generación de retraso, por fin mi caravana familiar llegará al País Vasco.