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el callejero

Juan Pedro, un esclavo de los libros de fotografía

Foto: KIKE TABERNER
7/08/2023 - 

A Juan Pedro le encanta hablar de libros. Ahí está todo, debe pensar. Y por eso, quizás, durante la conversación hay varios momentos en los que se levanta a por un libro para explicar o justificar algo de lo que está contando. Juan Pedro Font de Mora ha consagrado su vida a la literatura. Sobre todo a los libros de fotografía en una de esas librerías con magia en las que uno podría tirarse una tarde entera hojeando los ejemplares que tiene apilados por las mesas. Juan Pedro, mientras, permanecerá en su escritorio sin abrir la boca. Un buenas tardes, educado, como mucho. Luego dejará al cliente que husmee por Railowsky, su librería con 38 años de historia, sin achucharle para que compre. Ya hace lustros que dejó de hacer esto por dinero.

El papel de los libros es el único que resiste ante el avance arrollador de las pantallas y las nuevas tecnologías. Juan Pedro, feliz por este triunfo menor, cuenta que Robert, uno de sus mejores amigos, ya debería estar jubilado pero que, obstinado, sigue comprando bibliotecas completas de difuntos para Auca, su librería de segunda mano en la plaza de la Merced. “Es una enfermedad”, dice mientras un par de albañiles trabajan dentro de Railowsky, la librería especializada en fotografía de la calle Grabador Esteve que abrió el 11 de octubre de 1985, un viernes angustioso en el que le temblaban las piernas cada vez que alguien entraba por la puerta.

Juan Pedro Font de Mora nació en Madrid por casualidad. El librero viene de la alta burguesía, de una familia de señoritos de Jerez de la Frontera que podía permitirse el lujo de mandar a un hijo a Madrid a estudiar en la universidad. El padre de Juan Pedro estudió Económicas y, como encontró trabajo en una editorial, la misma que editaba la célebre revista Reader’s Digest, que entonces se vendía por toda España, ya no se movió de Madrid. Allí se casó con una mujer que venía de Barcelona y tuvieron cuatro hijos. El pequeño, Juan Pedro, nació el 26 de diciembre de 1963 y el 1 de abril de 1964 el padre murió. “Al fallecer mi padre, mi madre, que tenía esa mentalidad de la época, no se planteó trabajar y nos fuimos todos a vivir con los abuelos a Cádiz, donde estaba destinado mi abuelo, que era agente de aduanas. Mis primeros tres años de vida los pasé en Cádiz, pero luego mi abuelo se mudó a Burriana y allí pasé otros tres. La Primaria ya la empecé en València, donde he pasado el resto de mi vida”.

Aquel joven aguantó en Maristas hasta tercero de BUP. Luego, harto de los hermanos, se fue al instituto y, al acabar, se matriculó en Historia. En los dos últimos años de carrera se especializó en Historia del Arte, y uno antes de licenciarse abrió la librería con su hermano Pepe. Juan Pedro no ha trabajado en otra cosa. Siempre tuvieron claro que querían tener una librería y antes, incluso, abrieron con otro socio Época, en la esquina de la calle Comedias con la calle de la Paz. “Una librería muy bonita que tenía unas vidrieras espectaculares, que venían de cuando fue la Casa de Cataluña. Era art déco, pero en una reforma se las cargaron. Eso lo llevaba un librero madrileño. Mi hermano trabajaba de educador social en la Diputación cuando hacían los pisos de acogida para chicos con problemas. Pero se desmanteló y pasó a ser ujier. Tenía mucha iniciativa y quería montar algo, como yo. Dimos muchas vueltas y al final encontramos este local”.

Una librería feminista

Allí, en el número 34 de Grabador Esteve, una zona bien del centro de València, ya había una librería. Se llamaba Dona y era feminista. Aquello debió ser producto del peor estudio de mercado de la historia. Porque aquellas mujeres abrieron la librería en 1977, al poco de morir Franco, cuando España aún seguía bajo la sombra del dictador y mucha gente veía como una aberración que un grupo de mujeres defendiera los derechos de las mujeres. El problema es que abrieron en el barrio más conservador de la ciudad y muchas mañanas, cuando llegaban para subir la persiana, se encontraban la fachada llena de insultos.

Juan Pedro se levanta y al momento vuelve con un libro de Carmen Alborch (L’Art i la vida) donde sale una fotografía de la librería Dona llena de pintadas ofensivas. Lo deja abierto y sigue. “Ellas lo pasaron muy mal. Este barrio era el reino de la extrema derecha. Aquí estaban los votantes de Fuerza Nueva y compañía. Ellas eran una isla dentro de un mar de gente de derechas. Les llegaron a romper el escaparate a pedradas. No sé por qué abrieron aquí. La dueña vivía aquí al lado y estaba casada con un profesor universitario”.

Dona resistió siete años antes de cerrar en 1984. Un año después abriría Railowsky. Los hermanos Font de Mora tenían claro que el nombre del negocio tenía que aludir a la fotografía, pero no querían una referencia obvia. Un día, contemplando una foto de Henri Cartier-Bresson (1908-2004), uno de los grandes clásicos de la fotografía, observaron un detalle que les dio una idea. La foto, en blanco y negro, es lo que el maestro llamaba la captación del instante decisivo. “Ese momento justo antes de que ya la foto no valga. En este caso, la imagen es en París, en la estación de Saint-Lazare, donde estaban de obras y la calle se encontraba encharcada. Los viandantes intentaban cruzar la calle pisando una escalera que había tirada en el suelo, y Cartier-Bresson hizo la foto justo antes de que un hombre, y su reflejo proyectado en el agua, pisara el charco”. Detrás de aquel hombrecito hay dos carteles en los que puede leerse Railowsky. Aquello les inspiró y decidieron coger ese nombre para su librería.

Durante años, cuando hacían una exposición en la librería, enviaban dos mil cartas. Dentro del sobre, además de la invitación, aprovechaban e introducían unas hojas con las novedades bibliográficas. Una carta siempre caía en el buzón con la dirección de Cartier-Bresson. Un año, el considerado por muchos como el mejor fotógrafo del siglo XX les contestó para comentarles que estaba muy contento porque habían usado una referencia a una fotografía suya para dar nombre a una librería, pero Henri creyó necesario advertirles que Railowsky era en realidad Brailowsky, un pianista ruso (ucraniano) especializado en Chopin que actuaba en ese momento en París. La lluvia debió borrar o arrancar la Be del cartel y por eso aparecía Railowsky.

Ya es el decano

Juan Pedro vuelve a levantarse y rápidamente regresa con un disco de las ‘Nocturnes de Chopin’ interpretadas por Alexander Brailowsky. Tiene gracia el asunto, aunque en València sea mucho más famosa Railowsky que Brailowsky. Tanto que Juan Pedro tiene -se levanta, la coge y nos la enseña- la medalla de San Carlos (de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Politécnica de Valencia) desde 2016. “Es esta de aquí (saca una caja con un medallón plateado). La tengo guardada por ahí, como si nada. Si alguna vez nos decidimos a hacer el museo Railowsky la expondremos allí. No le doy importancia a los premios, la importancia está en el trabajo diario”.

Juan Pedro lleva lustros trabajando en solitario. Su hermano Pepe le acompañó desde la apertura en 1985 hasta el año 2000, cuando se fue a vivir a Barcelona seducido por una atractiva oferta de trabajo. La librería no ha cambiado mucho desde aquel viernes otoñal de 1985. “Siempre mantuvimos una sección importante de libros de fotografía y la sala de exposiciones independiente. Eso no ha cambiado. Al principio teníamos más librería general e infantil por intentar captar público del barrio. Incluso teníamos una fotocopiadora para que entrara la gente, pero la quitamos porque sólo daba trabajo y poca clientela”.

La afición por la fotografía le viene de su hermano Pepe. Él se considera muy torpe con la cámara, pero Pepe conectó con Pep Benlloch, que era el director de la Galería Visor, y a partir de ahí, copiando fórmulas que ya existían en Barcelona y Francia, hicieron el binomio de librería y sala de exposiciones. “En Barcelona estaba la más antigua, que era la Librería Tartessos, pero cerró porque estaba en la zona turística de Barcelona y al dueño le ofrecieron un dineral. Antes me llamó y me dijo: ‘Mira, Juan Pedro, que sepas que ahora eres tú el decano de las librerías de fotografía en España’. Ganaba más con el alquiler que trabajando”

El dueño de Railowsky duda un segundo, pero luego decide sincerarse. “Mi mujer trabaja en servicios sociales, es funcionaria. Estoy leyendo una novela que trata un poco sobre esto. Si no fuese por el apoyo de mi familia, este negocio sería difícil de mantener. Es una realidad del mundo de la cultura que mucha gente no quiere decir, por vergüenza o por vanidad, pero muchos tenemos sueldos muy precarios. Lo único que nos mantiene en pie es el contacto con la gente y realizar proyectos culturales y en este caso fotográficos, y la relación con gente del periodismo. Nosotros les hemos mimado mucho porque sabemos de la importancia del periodismo cultural e independiente. Culturplaza reúne estos elementos y en el ámbito del periodismo cultural en València es el mejor que se hace”.

Clientes de toda la vida

Juan Pedro habla del sacrificio del librero. De los 1.500 títulos que salen cada mes, de los que llegan y de los que hay que empaquetar y devolver, la mayoría, después. “Te pasas la vida fichando y devolviendo”. Este hombre de 59 años habla de precariedad y justo entonces pasas a escuchar más fuertes los engranajes de dos viejos ventiladores que no paran de girar en el techo junto a los fríos tubos fluorescentes. Los albañiles rascan la pared sin parar. El ruido se escucha de fondo en la grabación mientras, por encima, suena la voz cansada, con la garganta seca, de Juan Pedro, que no ha perdido en décadas una perilla y un corte de pelo que le confieren cierto aspecto cervantino. Ya hace tiempo que cambió, eso sí, sus gafas redonditas, de Profesor Tornasol, por otras más modernas.

La pasión, al final, siempre pesa más que los libros de cuentas. Y Juan Pedro saca ahora, emocionado, un fotolibro de Lúa Ribera. “Es una fotógrafa gallega que acaba de entrar en la agencia Magnum. Es curioso y digno de ser resaltado que en Magnum sólo hay tres españoles y las tres son mujeres: Lúa Ribeira, Cristina García Rodero y Cristina de Middel”. Justo después cuenta que él está negado para la fotografía pero que sí se ha atrevido con algún relato corto y que en cuanto se jubile abordará una novela con la librería como eje narrativo.

Estamos en pleno verano y apenas entra alguna persona de vez en cuando. “Ahora está la cosa flojita”. Algunos clientes son extraordinariamente fieles, como uno que venía de Almería con cierta regularidad. Aquel hombre entraba en la tienda y se ponía a curiosear entre los libros ante la indiferencia de Juan Pedro. Cuando uno le gustaba, iba, lo ponía encima de la mesa del vendedor y se volvía a seguir buscando. Al final reunía una compra copiosa que muchos días se iba por encima de las 50.000 pesetas. El hombre pagaba, decía adiós y se marchaba. Años más tarde, se hicieron amigos. Un día se presentó en una exposición que hacían los Amigos de Railowsky y le contó a Juan Pedro que tenía un blog y que en su día contó la experiencia que vivía en la librería, que el vendedor no le hacía ni caso y que luego llegaba al hotel y, extasiado, tiraba todos los libros encima de la cama. Aquel cliente era ferretero y tenía un almacén en un polígono industrial cerca de Almería. Con el tiempo, coincidieron en Almería en una exposición de Bernard Plossu y acabaron de parranda toda la noche.

Aquel hombre adoraba la fotografía y le gustaba retratar la vida gris que se cruzaba a diario en aquel polígono industrial. Juan Pedro le propuso hacer una exposición con su obra en Railowsky después del verano, pero en agosto le llamó un amigo común y le comunicó que había fallecido. “Murió de un ataque al corazón con poco más de 50 años sin haber cumplido su sueño de haber expuesto en Railowsky, así que contacté con su hijo y le dije que teníamos que hacer la exposición a título póstumo”.

Atleta de joven

Juan Pedro ha pasado 38 años de su vida en esa mesa que hoy tiene un cajón atrancado. Encima del escritorio hay montones de papeles, una grapadora, un cuño, un rollo de celo, un dispensador pringoso de hidroalcohol y un termómetro. Si uno levanta la cabeza se da cuenta de que prácticamente no ve la calle. Treinta y ocho años sin ver la calle. “Yo a esto lo llamo la cueva”, dice. Muchos meses se deprime y piensa que las ganancias no compensan todo lo demás. Durante días rumia la posibilidad de abandonarlo para siempre y dejar que Railowsky acabe cayéndose como aquel cartel de papel mojado de Brailowsky en la foto de Cartier-Bresson. Pero siempre repunta. Él dice que ese espíritu estoico viene de su infancia atlética, de cuando era un modesto corredor de fondo en el colegio. “Era muy malo. Lo peor de lo peor. Cuando iba a los campeonatos escolares siempre quedaba de los últimos. O el último. Se generó un mito y cuando yo superaba a un rival, el rival se retiraba por no sufrir la humillación de quedar detrás mío. Llegué a correr la segunda edición del Maratón Popular de Madrid con quince años”.

Sorprende la vertiente deportiva de este ratón de librería. Pero Juan Pedro dice que le encantan los deportes. Que también jugó al fútbol, que adora el ciclismo y que ha disfrutado mucho con el último Tour de Francia. Pero a veces, como el ciclista desfondado en los Alpes, decae. “Yo tengo un carácter que me defino como pesimista vitalista. Siempre he sido bastante realista y me doy cuenta de que los números no salen, aunque puedo pagar todas las facturas, pero esa precariedad a veces es agotadora y tengo momentos de debilidad que hasta ahora siempre he superado”.

Sus hijos han conocido esos días tristes y han visto cómo los días se suceden allí dentro, en la cueva, rodeado de libros de fotografías tomadas muy lejos de esa calle pija de València. Por eso sus tres hijos no quieren ni oír hablar de la librería. “Cuando me toque la jubilación, ya veremos qué pasa… Igual hay un loco o una loca que quiere quedárselo. Yo cuando cumpla 65 me jubilo. Eso sí que lo tengo claro”. Él, por si acaso, como para romper la rutina, ha creado otra rutina: almorzar todos los días con su mejor amigo, Juan Fabregat. Desde hace cuarenta años, tiran juntos una quiniela que, ya se ve, nunca ha tocado. En la pared, pinchada junto a otros recuerdos, hay una hoja de quiniela convertida en pajarita de papiroflexia. Su mayor éxito con la quiniela.

Todos los días cierra a las ocho y media. A veces más tarde. Entonces coge y, paso a paso, tranquilamente, regresa a casa, cerca de la Lonja. Ya quedaron atrás los tiempos de la Derbi Start que aparcaba en la puerta de la librería. Con esta moto roja, y con otra posterior, una Kymco, hacía los repartos. La primera tuvo cierta celebridad porque siempre estaba aparcada en la puerta y porque duró veinte años. La compró, por 150.000 pesetas, a medias con su madre y su hermana. Su hermana no la llegó a usar y su madre, que la quería para ir del Portet a Moraira en verano, se cansó muy pronto, por eso se la quedó él.

“Las motos de Railowsky dan para un relato corto”, apunta Juan Pedro, que ya nota cómo las motos y muchas historias más ya son sólo parte del pasado. Cada vez tiene más presente que en seis años estará jubilado. Entonces tendrá tiempo para reunir todos los recuerdos y hacer un museo o algo parecido. Y si no, siempre queda la literatura. Porque en un libro todo tiene cabida.

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