Me ha parecido grande, grandísimo, el gesto que ha tenido el presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, presidiendo la entrada (simbólica) de Joséphine Baker en el Panteón de Francia, la catedral laica de los grandes hombres y mujeres de la patria. Voltaire, Victor Hugo, Rousseau, Marie Curie… la entrada es simbólica porque realmente está enterrada en Mónaco, que es donde la acogió en los últimos años de su vida, arruinada, Grace Kelly. El gesto, o la gesta si se prefiere, de Macron es intencionada: reivindicar a una mujer negra, de origen norteamericano, como máximo símbolo de una Francia intercultural (no confundir con multicultural, por favor), de una especie de patria poliédrica en la que no importa ni el origen, ni la adscripción étnica, religiosa o social: lo que importa de verdad es el territorio común de ciudadanos, individuos, libres e iguales construyendo una sociedad abierta y mestiza (mezclada, intercultural), ese gran desiderátum formulado por Karl Popper, uno de los grandes visionarios contra los totalitarismos, los mismos que sufrió en carne propia por su ascendencia judía, lo mismo que Stefan Zweig. No es plan de ponerse a cantar ahora La Marsellesa, que también.
La gesta de Macron es oportunista, tiene traca evidentemente: es un supositorio envenenado para la extrema derecha francesa, y muy especialmente para un nuevo payaso que ha surgido en la política gala, Éric Zemmour, cebado en carne viva con los grupos sociales de origen inmigrante, y muy especialmente con los de adscripción musulmana (Zemmour, qué cosas, es de ascendencia judeo/argelina). Cómo está el tema que hasta Marine Le Pen ha tragado con lo de Joséphine Báker, que además de cabaretera universal, fue una enérgica defensora de los derechos civiles de los afroamericanos estadounidenses y una combatiente radical contra el racismo y la xenofobia, compartiendo mítines con Martin Luther King. Macron se ha copiado de De Gaulle, que ya la distinguió con la Legión de Honor por los servicios prestados en La Resistencia, incluso como espía. Bendita sea la copia, aunque sea en pleno pistoletazo de salida de la carrera electoral al Elíseo.
La interculturalidad es un concepto que acuñó, entre otros, Giovanni Sartori, en una ecuación de reprocidad: la sociedad de acogida debe ser generosa a la vez que los nuevos ciudadanos, migrantes, tienen que atenerse a las normas democráticas de los países receptores (europeos). Yo doy, tú das. (Baker es un paradigma porque lo dio todo). Sartori diseccionó estas cuestiones con cierto tono de paternalismo eurocéntrico: pero profundamente liberal y democrático. Oriana Fallacci, en sus últimos años, lo malinterpretó todo, cayendo en una islamofobia insufrible; sin ningún matiz: todos los moros son una m… premonitoria ella (para la ultraderecha, claro).
Lo que me interesa sobremanera de la gesta de Macron, reivindicando una Francia diversa (titular a toda pastilla de El País), es una hipótesis contraria: ¿Cómo se hubiera percibido el gesto si el emisor del mismo hubiera sido la izquierda? Una hipótesis que en Francia no tiene ningún sentido, que es a lo que voy: la patria es la argamasa esencial que vincula a la derecha democrática, al centro de Macron, y a los socialistas de Anne Hidalgo, alcaldesa de París que va a optar a la carrera presidencial.
Vamos a dejar aparte a la extrema izquierda de Mélenchon, haciendo aveces de tonto útil de sus extremos contrarios (quien quiera rascar analogías con España, está en su pleno derecho).
Siento una sana envidia del concepto patriótico de los franceses, cosa impensable en esta España de cortedades de miras, de peleas estériles, de broncas inflacionadas, de machos alfas que se creen la reencarnación del Cid Campeador, Santiago Abascal, y de mujeres beta, de rancia militanciaco munista, que ahora vienen a descubrirnos un nuevo horizonte de transversalidad política: Yolanda Díaz, la política de moda que capta una inusual atención en todos los medios y mentideros habidos y por haber. La transversalidad siempre suele ser peronismo, antesala del totalitarismo. Qué rabia me da ponerme elocuente. Díaz, la empanadilla de Móstoles. Abascal, la empanadilla de toda la vida, la neardental. De oca en oca y tiro porque me toca.
En España hay una confusión global entre patria y patrioterismo, que no es lo mismo. Una confusión que se arrastra desde los tiempos de la Transición. No descubro el Mediterráneo a estas alturas del partido: el concepto de patria está devaluado, relegado a los círculos de la derecha más recalcitrante: ellos, y solo ellos, tienen la patente de corso; los patrioteros, los de la España como una unidad de destino en lo universal.
Hay excepciones: Alfonso Guerra lleva media vida denunciando esa apropiación indebida, ese hurto espurio. Macron puede elevar a los altares a la que fue diosa del Folies Bergère, bailando semidesnuda la danza de las bananas a ritmo de charleston; negra y americana. Aquí tenemos otra partitura: siempre hay buitres dispuestos a descalificar como buenista cualquier propuesta que ahonde en el mestizaje, en la interculturalidad, en la solidaridad con los parias de la Tierra. En fin. Feliz Día de la Constitución.