Los Álvarez son una saga de Carcaixent considerada como la número uno en la fabricación a mano de pilotes de vaqueta para jugar a raspall y escala i corda. Para preservar el secreto, nunca han abierto el taller a nadie. «Si un día le pasa algo [a José Enrique], nos quedamos sin el mejor material», advierte Puchol II
VALÈNCIA. José Enrique le muestra al fotógrafo una de sus pelotas en un patio que hay en medio de la planta baja de su casa, una de esas casas con una distribución característica de los lugares próximos a la huerta o a los campos de naranjos, donde muchas veces tenía que entrar un carro o un caballo con el que trabajar la tierra. Antes del patio, está la entrada, donde ha expuesto el material que utiliza para fabricar a mano la joya más apreciada por los pilotaris valencianos y, al fondo, cerrado a cal y canto, al final de una pequeña escalera de obra, está su taller. Mientras muestra esa virguería de piel cosida, por dentro es posible ver que hay una pared que sale sin aparente sentido del edificio donde vive y trabaja en Carcaixent. La pregunta sobre qué función tiene esa lámina de ladrillo y cemento solo encuentra una respuesta vaga. La insistencia halla la verdad: «La hice para que nadie vea el taller desde los edificios de enfrente», confiesa.
Nadie ha entrado nunca al taller de los Álvarez, una saga de artesanos de Carcaixent que ya va por la tercera generación, y que guarda celosamente el secreto que los convierte en los mejores fabricantes de pilotes de vaqueta. No tienen rival y, aunque hay, y ha habido, otros artesanos en lugares como Casinos, València, Gandia o Riola, ninguno ha alcanzado la pericia de los Álvarez. «Les seues pilotes són com els Rolex del trinquet», advierte Puchol II, el actual número uno de la pilota valenciana, el juego ancestral de pelota a mano que sobrevive como puede por toda la Comunitat Valenciana en los trinquetes, los recintos donde se practican las dos principales modalidades: escala i corda y raspall.
La historia la inició su abuelo, Enrique Álvarez Puig, en 1922, hace ciento un años. «El hombre era zapatero de profesión y, cuando comenzó la industrialización del calzado, la gente que trabajaba de manera artesanal se quedó sin trabajo. Entonces él buscó algo relacionado con lo que sabía hacer, que era trabajar el cuero, y pensó en hacer pelotas. El año pasado cumplimos cien años. Yo no lo conocí porque murió en 1961, un año antes de que yo naciera. Mi abuelo compró pelotas viejas, las abrió y estudió cómo estaban hechas, y a partir de ahí empezó a trabajar, compaginándolo, eso sí, con la faena en el campo. Al principio no las hacía demasiado bien, pero luego, con el tiempo, ya fue perfeccionando su trabajo. Pero se dedicaba a la naranja, igual que su hijo, y mi tío, Enrique Álvarez Martínez. Mi abuelo tuvo dos hijos, Enrique, que era el mayor, y mi madre, Carmen, que era la segunda. Mi tío, que murió en 1998, no tuvo hijos y me enseñó a mí».
Su madre no entró en la sucesión. Tampoco su marido, el padre de José Enrique, que era mecánico y no pensaba dedicarse a otra cosa. La madre sí hubiera podido, pero, en aquellos años sesenta, las mujeres, en el mejor de los casos, solo trabajaban en los almacenes de naranjas, y no contaban para otros oficios más cualificados. Su hermano, Enrique Álvarez, fue el pelotero que elevó el prestigio de la marca, quien introdujo sus pelotas en los trinquetes de toda la región, desde Pelayo, en València, hasta El Zurdo de Gandia y más allá. El nieto del fundador, José Enrique Narbona Álvarez, aprendió el oficio de niño y, con quince o dieciséis años, empezó a trabajar de forma continua. Aquel adolescente de Carcaixent estaba en el taller por las mañanas y, al acabar la jornada, se iba al instituto nocturno en Alzira, en el corazón de La Ribera.
Su abuelo encargó que construyeran la casa donde aún viven los Álvarez. Y allí, en el recibidor de ese hogar, José Enrique conserva dos retratos de su abuelo y su tío, sus antecesores en la fabricación manufacturada de pilotes de vaqueta. Es un espacio sencillo, con los techos y las paredes encaladas. De una de ellas cuelga uno de esos relojes antiguos que aciertan la hora dos veces al día. Dentro, también hay una pila de mármol con un cepillo y una pastilla de jabón. La estancia está iluminada con un par de tubos fluorescentes y da la sensación de que nadie la usa, que solo está como zona de paso. Al lado de la pila hay un banco de mármol que cubre lo que debió ser un pozo, como insinúa la polea que se conserva justo encima. Las dos familias viven en los dos pisos de arriba.
Sobre una mesa, para evitar la tentación de entrar en el taller, territorio ignoto para todo aquel que no se apellide Álvarez, José Enrique ha expuesto todo lo que se usa en la fabricación de sus célebres pelotas: la piel, la fibra sintética, los moldes, los punzones, un martillo y unas tenazas. La pelota se fabrica con ocho trozos de cuero, que se cosen entre ellos hasta formar una esfera perfecta que, antes de cerrar, se rellena de fibra sintética. Los trozos son ocho triángulos semiesféricos. «Son en curva porque, a medida que vas cosiéndolos, la pelota va cerrándose y, si fueran rectos, sería muy difícil de cerrar».
Con un hilo especial, de nailon, se van cosiendo los triángulos, a los que se les hacen unos pequeños orificios en los costados para enhebrar el hilo. Ese hilo antiguamente era de cáñamo, pero al ser un material natural se degradaba enseguida y se rompía. Ahora es sintético y es mucho más resistente. Con el interior pasa lo mismo: el relleno, hace décadas, se hacía con borra, la lana con la que se confeccionaban los colchones, pero ahora se recurre a la fibra sintética, mucho más propicia para estas pelotas, duras como piedras, que tienen que rebotar sobre las losas y las murallas de un trinquete.
El cuero procede de la piel de los toros de lidia. «Es un cuero más curtido que el de las vacas. Y, sobre todo, usamos la parte de la espalda, que es la más dura y más fuerte». La piel se baña porque así, mojada, se ablanda y es más fácil de manipular. Cuando la pelota está cosida y cerrada, se deja secar durante un mes como mínimo.
Poco a poco se va comprimiendo y, por eso, hay que ir cambiándola a moldes de menor calibre. Eso es durante la primera semana, después se deja otras tres o cuatro semanas más, para que termine de secarse y esté lista para lucir en las recias manos de los pilotaris profesionales.
Toda pilota de vaqueta suele tener tres vidas. La primera, la más glamurosa, la pasa en los trinquetes, donde los profesionales juegan con ella durante media docena de partidas. Después, cuando ya está desgastada y ha perdido ese brillo fantástico que tiene nada más salir del taller de Carcaixent, con el apellido firmado a mano sobre el cuero, pasa a los clubes de pilotaris aficionados que juegan a pelota en la calle. Y, al final de sus vidas, con el cuero arañado y ajado, con la separación entre cada triángulo cada vez más indigna, la pelota acaba en las manos de los niños que están aprendiendo los secretos de este juego en una escuela de pueblo.
José Enrique y su hermana, que no aparece por ninguna parte —¿quién sabe si está encerrada en ese taller secreto?—, hacen dos o tres pelotas cada día. El maestro asegura que termina una en cinco horas, quizá algo menos. El pelotero dice que nunca ha hecho el cálculo de cuántas habrá fabricado en su vida, pero si empezó con dieciséis años y tiene sesenta, y elabora tres al día, no es difícil averiguar que ya debe haber superado la cifra de treinta mil pelotas.
El artesano trabaja con un troquel para sacar las ocho piezas de una tira de piel. Luego se ayuda de las mismas herramientas que un zapatero: martillos, tenazas, leznas, punzones… Algunos de los moldes los heredó de su tío. El hombre vivía en la segunda planta y el chico, en la primera. Poco a poco le fue enseñando los trucos del oficio y, al ver el interés que despertaba en su sobrino, acabó confiándole el gran secreto de los Álvarez, los detalles que elevan estas pelotas por encima de cualquier otra que se fabrique en la Comunitat Valenciana. «Su gran misterio está en el encurtido de la piel. No sé cómo lo hace, pero le da un brillo especial a la piel, y el bote y el sonido característicos, y hace que aguante lo máximo posible», señala Puchol II.
El pilotari de Vinalesa, todo un pentacampeón individual, siempre ha sentido curiosidad por el secreto de los Álvarez, pero nunca le han dejado violar el taller restringido a la saga. «Las pelotas de Álvarez siempre han tenido la garantía de salir buenas. Hacer una pilota de vaqueta es muy muy difícil. Yo, que soy profesional de esto, no sé ni cómo se hace. Cada uno tiene su método, pero a este siempre le salen buenas. Alguna vez he preguntado si podría ir al taller, pero siempre me han dicho que no, que allí no entra nadie».
Pucholet ha conocido otros materiales. «A mí me encantaban las pelotas de Valencia, que tenían como sello una forqueta (un tenedor) y que se usaban en Pelayo y Massamagrell e iban muy bien. Pero dejó de hacerlas. Y las de Carlos, de Riola, se le acercan un poco, y a mí me favorecen mucho, porque tienen mucho bote y hago muchos quinzes con ellas. Las de Casinos llegué a conocerlas, pero ya no se fabrican. Y ahora hay uno en Llíria, pero no termina de cogerle el punto».
El gran campeón habla del fabricante de Carcaixent, de su gran secreto, y desliza una reflexión que muy pocos se han hecho: «¿Qué pasaría si le sucede algo a Álvarez? ¿Se llevaría el secreto a la tumba? ¿Se quedaría este deporte sin la clave para fabricar el mejor material con el que se juega este deporte profesional?».
José Enrique no ha pensado en un desenlace fatal en su vida, pero sí en algo más corriente, como la jubilación, que asoma ya en el horizonte. Porque su hijo, que tiene veintiséis años, es clarinetista profesional y está contratado por una orquesta en Berna (Suiza), así que nadie le espera en el taller de Carcaixent, y su sobrina, de veintitrés, es ingeniera y planea su futuro como maestra de Matemáticas más que como artesana de la piel. «Cuando acabemos nosotros no sé qué pasará. Tendremos que enseñar a alguien o habrá que hacer algo… Es un asunto que hay que decidir».
El pelotero deja sin resolver el enigma, mientras sujeta una de sus pelotas en la entrada de su casa, un lugar que no escapó de la ‘pantanada’ de Tous, la gran inundación del otoño de 1982 que arrasó la comarca cuando se rompió la presa de Tous. «El agua llegó casi hasta el techo. Todo acabó destrozado, aunque el taller menos, porque está en alto», recuerda José Enrique, quien entonces ya trabajaba mano a mano con su tío en la elaboración de estos objetos de piel de toro, que acaban pesando 44 o 45 gramos, para las que se usan en la modalidad de escala i corda, y algo más, sobre 49 gramos, para las que van a las partidas de raspall. «Son más pesadas porque, en este juego, la pelota está todo el rato por el suelo y se desgasta más», aclara.
José Enrique acabó el instituto nocturno y, pese a que ya era, por derecho propio, uno de los Álvarez, estudió Psicología por la UNED. «Me especialicé en la psicología aplicada a la enseñanza artística. He hecho conferencias en conservatorios y sitios así, pero era una afición; mi profesión es hacer pelotas».
Ninguno de los Álvarez jugó nunca a la pilota. «Eso de ''en casa del herrero, cuchillo de palo'' es totalmente cierto en nuestro caso. Mi tío no jugó nunca y mi abuelo creo que tampoco. Pero sí soy aficionado. A veces voy a Pelayo, y a Guadassuar o a Alzira, que están cerca». Pero siempre estuvieron en contacto con este mundo. Los Álvarez hablaban, y hablan, con los jugadores y los trinqueters para conocer, de primera mano, qué tal funcionan sus pelotas.
Conocen de sobra su prestigio, pero no se confían.«En el libro que escribió Toni Mollá, Paco Cabanes el Genovés dijo que jugar con las pelotas de Álvarez le curaba las manos. No hay mayor elogio para nosotros». En el ataúd del Genovés, la gran leyenda de este deporte que falleció hace dos años, se introdujeron varias pelotas y, desde luego, no faltó alguna de Álvarez.
Esta obra de arte cuesta 75 euros y también es fácil calcular cuánto gana al año. José Enrique prefiere dejarlo en que este oficio no le ha hecho rico, pero sí le permite vivir bien. Aunque eso es posible, quizá, porque la competencia nunca ha logrado clonar lo que hace. Por eso sigue emperrado en no abrir su taller. «No lo enseño nunca porque ahí tengo artilugios que no me gusta enseñar». Y no lo enseña. Ni siquiera permite que le hagan una foto bajo el dintel, con la puerta abierta, sin que se vea el interior. «Ni hablar», suelta para zanjar la conversación.
Álvarez sabe que mientras no desvele sus secretos es muy difícil que otro artesano se le pueda equiparar. «Mucha gente intenta aprender a hacer pelotas pero esto, si no lo aprendes desde niño, es muy difícil. Y esa gente acaba dejándolo porque ve que no les sale bien. Es complicado. Tienes que saber muy bien el rendimiento que tiene que dar una pelota. Has de acertar muy bien el peso, tanto en el cuero como en la fibra para que, una vez se haya secado, tenga los gramos que toca, que tenga un buen bote, que dure unas cuantas partidas… Hay varias circunstancias que hacen que una pilota sea buena. Y no es fácil».
José Enrique Narbona Álvarez es un tipo amable y educado, pero inflexible en la protección de su secreto. Por eso mandó construir una pared que dificultara el espionaje, si alguna vez ha existido. Aunque el gran secreto, en verdad, es la felicidad que esconde encerrarse, cada día, en este pequeño taller y hacer un par de pelotas de vaqueta, mientras otras se van secando y comprimiendo para ir sacando ese color y ese brillo inconfundibles que convierten a las pelotas de Álvarez en una joya de piel de toro.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 103 (mayo 2023) de la revista Plaza