ELCHE. El martes falleció a los 75 años de edad el periodista, novelista y pintor Vicente Verdú —hijo del conocido abogado ilicitano Eduardo Verdú Quiñonero—, una de las personalidades más cosmopolitas y sofisticadas que ha dejado Elche durante las últimas décadas. Aunque también volcado en la pintura y en colaboraciones con distintos medios, fue conocido sobre todo por ser jefe de Opinión y Cultura de El País, y por haber escrito novelas como ‘El planeta americano’, donde mostró todas las virtudes que le caracterizaban en el arte escrito: una precisión quirúrgica a la hora de estampar la realidad del momento, pero sin renunciar a la fina ironía y los comentarios sardónicos y empapados de humor que también supuraba.
Aquél ensayo le valió para ganar en 1997 el Anagrama de Ensayo. Pero no fue el primero de su laureada carrera como escritor. Tan sólo un año antes, en 1996, se llevó el premio González Ruano de periodismo y en el mismo 1997, ganó el Nacional de Periodismo por su artículo La vista Sorda. Un año más tarde ganaría el Espasa de Ensayo con 'Señoras y Señores: Impresiones desde los 50'. Merecidos premios a su obra, marcada también por su carácter poético y esa visión precisa de la realidad que le hizo llegar a El País en 1982 de la mano de Cebrián, en los tiempos en que el periódico era una institución dentro del periodismo que nacía con la llegada de la democracia.
Precisamente esos valores iban inscritos en su ADN, puesto que se formó en Cuadernos para el Diálogo —donde formó parte del comité redactor—, una de las revistas de oposición al franquismo durante la época junto a Triunfo. Sin duda, pequeños detalles; detalles hoy, actitudes valientes con un férreo y claro compromiso entonces, que muestran que fue, simple y llanamente, “de lo más brillante que teníamos”, asegura el historiador y director de la Cátedra Pere Ibarra Miguel Ors. Vicente Verdú tenía una cultura colosal, “hacía un periodismo tan agradecido de hacer como de leer”, indica Ors, lo que hizo que llegara a ser miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard y a haberse doctorado en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona.
Ese pensamiento crítico que ya ponía de relieve en los Cuadernos para el Diálogo, le acompañó durante toda la vida, desde esa disección caricaturesca de la sociedad norteamericana, señalando lo histriónico de la misma —anticipando a productos como Donald Trump—, hasta colaboraciones en cursos y conferencias en la Universidad de México o en cursos de arquitectura nacionales, hablando de la cultura consumista y la generación de necesidades impulsada por el capitalismo. Una personalidad pues, brillante, fundamentada en el humanismo y la filosofía, con unas capacidades culturales —en el más amplio sentido de la palabra— de las de los periodistas de antaño, formados política y teóricamente, para análisis sesudos pero precisos, lejos hoy de la dictadura del clic y la información superficial. Una aptitud que le llevó a hacer lo mismo que con EEUU con ‘China superstar’, haciendo lo propio con el gigante asiático.
Con todo, quienes tuvieron un trato más en las distancias cortas aseguran que era un hombre muy cordial, agradecido, con sumo respeto por el trabajo ajeno, generoso, aun sabiendo que estaba muy por encima. Algo que ha demostrado en numerosas ocasiones firmando prólogos de obras de paisanos o apoyando su trabajo siempre desde el máximo respeto. Aunque siempre hizo lo que le dio la gana, escribiendo de lo que quería con esos relatos imprevisibles, a pesar de su residencia en Madrid tuvo mucha literatura para el Mediterráneo y su tierra. Fue muy aficionado al Elche CF —fue, porque viendo la trayectoria, a veces es una tarea hercúlea, sobre todo después de vivir los años dorados—, y en esas andanzas provincianas, también se topó con la realidad más tozuda, aquella que ocurre de forma irremediable en el momento indicado. Justamente el día que publicaba un artículo en El País en referencia a lo brutos que podían ser los “santapoleros” —con su relación amor-odio con los ilicitanos que les visitan en verano—, como se les llama coloquialmente desde Elche, compartía páginas con el atentado de ETA en el municipio costero.
Caprichos de la vida, y no tan caprichos como los que le dieron por escribir de su familia, que vivía en Torrellano, cuando contrataron a una bella ayudante para la casa tras la muerte de su padre, que cambió la vida de la casa; ya nadie quería ir a trabajar o a estudiar. Aquél perfil de Verdú, tan imprevisible, acostumbrado a escribir de lo que quería, tenía atemorizada, en el buen sentido que la palabra pueda tener, a su familia. Otro de esos capítulos de inestabilidad uraniesca llevaban también a máximas vitales como las que venían en su libro ‘Enseres domésticos’, presentado por Ors: “un hombre en calzoncillos es un mamarracho”.
Así era Vicente Verdú, un gran novelista, periodista, dedicado también a la poesía y la pintura; entregado pues a la cultura, capaz de hablar del argot provinciano que le vio nacer, que de los movimientos culturales del siglo XX, que de la evolución del capitalismo y su relación con la cultura inoculada a la sociedad. Toda una personalidad para la ciudad. Avanzada, cosmopolita, pero sobre todo, generosa, muy generosa y respetuosa con el trabajo de los demás, sin miradas altivas ni exámenes prejuiciosos. “Ese era Vicente Verdú, una forma de ver lo insólito y de contarlo con una enorme precisión. Una gran persona”, sentencia Miguel Ors.