El otro día, mi padre remontó el río de la memoria para contarme historias de cuando jugaba a ser Tom Sawyer por el centro de la ciudad. La excusa era la recuperación de las vías del tranvía de San Blas, que han aparecido en unas obras realizadas en Pintor Gisbert. Así que el asunto derivó hacia las travesuras relacionadas con el transporte público que surcaba de cicatrices de hierro las calles de aquel Alicante. Entre otras anécdotas, los niños de la calle Quintana que desfogaban su vitalidad en un parterre de Alfonso El Sabio solían engañar a los soldados americanos que atracaban en la ciudad con sus sueldos estratosféricos de ejército imbatible como si fuera un Plan Marshall para putas y pensiones. Los marines llevaban anotada la dirección de la Casa La Rebeca, un prostíbulo que mi padre sitúa de camino a San Vicente, en el que los aguerridos mozos americanos intercambiaban sus ladillas por sífilis y gonorrea, un trueque habitual en todos los imperios. Y la pandilla de mi padre los enviaba al final de la línea siete, que desembocaba en el cementerio, donde probablemente, todo lo que podían hacer las huestes del Tío Sam era descargar su rabia contra un ciprés. Evaluado con términos actuales, este podría ser el origen de la turismofobia en la capital de una provincia que vive del turismo. Y quizá, el motivo de que la planta de la muy americana Coca-Cola se ubicara en las inmediaciones del camposanto.
Los alicantinos nunca hemos sido amables con el turista. Los hemos soportado como quien presta la casa para una fiesta y después se queja de que hay que limpiar los restos. Pero sabemos que no es más que puro negocio. De aquellos americanos que rompieron el aislamiento franquista en los primeros albores del aperturismo, pasamos a recibir madrileños, término que engloba a todo español que se acerque por las playas, venga de donde venga. Y posteriormente, llegaron los extranjeros, que decidieron un buen día descargar su suministro de divisas en el sector de la construcción y en la recalificación de terrenos rurales y así pasar los inviernos bajo un clima perfecto para dejar correr la jubilación. La intención no era hallar un remanso de paz para tuberculosos como en el balneario de Davos de La montaña mágica. La idea era colonizar la costa y transformar pueblos de pescadores –como Benidorm o Torrevieja- en depósitos de cemento. Y en el caso de los ingleses, desarrollar guetos que anticipaban el voto del Brexit aunque ninguno supiera preverlo. Desde la España de la infancia de mi padre hasta la crisis de 2008, nadie se quejó de que una gaviota pudiera atravesar el Corredor Mediterráneo de azotea en azotea sin tocar tierra. Los madrileños vinieron en masa, los extranjeros vinieron en masa, y nosotros tratábamos de poner buena cara mientras servíamos arroces a precio de tranvía hacia el cementerio. Y que pase el siguiente.
Sesenta años después de que mi padre rompiera a pedradas las farolas de la calle San Vicente o adquiriera en los billares Ayuso niveles de maestro de la carambola que aún conserva, el sector del turismo está erizado como un gato al que interrumpen la siesta. El Gobierno sigue sin aplicar políticas válidas para el turismo desde que Fraga puso a tender el bañador de Palomares. Los profesionales afrontan como pueden la masificación creada por los conflictos en otros países de acogida de viajeros, por la permisividad que ha generado entornos como el de Magaluf y por la irrupción de propuestas de economía colaborativa, una de las grandes innovaciones que ha nacido al amparo de las nuevas tecnologías. A lo que se añade la amenaza de la picaresca británica, que pretende sufragarse las vacaciones con indigestiones de cartón piedra. Y finalmente está el anticapitalismo nacionalista (cómo explicárselo), que pretende levantar una red entre lo suyo y lo de los demás. Y no para jugar al tenis, precisamente. Quizá deberían pensar que anteponer unos ideales propios es lo que ha llevado a Trump al poder y ha minado el tráfico de viajeros hacia otros destinos de nuestra competencia. Quizá deberían asumir que la economía colaborativa también se envilece, como todo trasiego de dinero. Quizá deberían entender que el dinero del turismo puede emplearse en alguno de los fines que persiguen, incluso el de encontrar piso para residentes en Ibiza. Quizá deberían leer alguna vez a Marx.
Quizá todos deberíamos dejar de comportarnos como invasores cuando estamos lejos y como invadidos cuando no nos movemos del barrio. Pero nos gusta demasiado levantar fronteras y quejarnos de lo mal cuidado que tiene el jardín el vecino.
@Faroimpostor