Los nuevos Molière de la derecha española parecen estar convencidos de que la tragedia que se barrunta en el escenario político patrio es consecuencia de la proliferación de símbolos amarillos en el espacio público. De los provocadores del orden establecido que han osado manosear el gualdo intocable de la bandera para construirse lazos y chalecos con los que espantar la vieja superstición de que todo está bien como está. Como un río de indignación, el color amarillo desborda las calles, las plazas, los muros y los puentes desde París hasta Barcelona.
La peste ha desembarcado en todos los puertos. Un ejército de panchosvillas aquejados de la enfermedad más crónica que se conoce, la pobreza, amenaza con contagiar masivamente las marcas blancas tras las que se esconden todos los kukusklan que campan a sus anchas desde que el mundo es mundo. No sé quién es el alma máter que ha pensado en el amarillo como símbolo de estas protestas callejeras. Ni siquiera sé si hay un cerebro pensante detrás de esta eficaz campaña de márquetin audiovisual. Puede que se trate de una decisión inconsciente, que el imaginario colectivo haya actuado por su cuenta dándole la vuelta a los estigmas que han padecido los leprosos, los apestados, los herejes, los judíos, las prostitutas o los traidores a quienes se les marcaba con ese color para que se les viera desde lejos. O quizá solo sea producto de la irreverencia de la generación Simpson para quienes la Historia comenzó el día que les parieron sus madres.
Cierto es que el amarillo, excepto en la cultura china donde era un color reservado para los emperadores, ha servido para teñir la disidencia, el desorden o la inestabilidad. En México se utiliza para representar a los partidos de izquierda, en Escocia es el color del Scottish National Party, en Catalunya, de Esquerra Republicana y por extensión, ahora también es el grito colorista de quienes piden la libertad de los líderes independentistas encarcelados. A la prensa que se aparta, en algunos casos obscenamente, de la oficialidad imperante también se la denomina “amarilla”. Ese color primario y energético ha tenido numerosas connotaciones sociales pero las de ahora rozan la caricatura.
Los policías cromáticos requisan camisetas a los aficionados del Boca por si se hubiera infiltrado algún independentista, los jueces no casan a novias que lucen ramos amarillos, las huestes ciudadanas baten el asfalto retirando lazos de solapas y edificios y una empresa catalana de aguas es boicoteada por poner tapones amarillos en las botellas. A este ritmo será subversivo tomar un taxi en Nueva York, tararear el yellow submarine o ser aficionado del Villareal. En las verbenas dejará de sonar “tengo un tractor amarillo” por si a alguien le evoca las tractoradas del 1-O y se lía a tortazos con la vocalista.
Esta maldición amarillenta es un jamacuco social, una descomposición interna que está vomitando bilis por las calles. Como lesiones antiguas que se vuelven amarillas antes de sanar. Los únicos que parecen escapar de la furia son los diseños de Calvin Klein y Louis Vuitton que han elegido ese color para sus últimas colecciones. Y el Humor Amarillo, ese programa de culto para muchos televidentes de los 90 que hoy disfrutan solo con poner un telediario. @layoyoba