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REFLEXIONANDO EN FRÍO / OPINIÓN

Humanismo moderno

13/12/2020 - 

No sé si ustedes tienen la misma percepción, pero percibo que hemos perdido la cuenta de los muertos que se ha llevado la covid-19. Con la llegada de las vacunas, -prepárense para una batalla comercial sin precedentes-, es como si el virus hubiera desaparecido de nuestras vidas y con él el dolor de los caídos bajo sus despiadados efectos. Los muertos ya no venden, el funesto mensaje impostado por las autoridades durante meses ha perdido gancho. Ahora lo que importa es la cura, la esperanza discutible de que estamos salvados, el hacer la campaña a las empresas que han formulado la medicina. 

Es lo que tiene vivir en una sociedad capitalista, que ya no somos personas, sino individuos, conformando entre todos nosotros, no una comunidad, sino sectores de mercado que se deben fidelizar. Por eso surgen en esta realidad nuestra un sinfín de consignas propagandísticas diseñadas para que compremos determinados productos o causas. Cientos de etiquetas, mantras y clichés conviven entre nosotros con el anhelo de que nos fidelizamos con una misión determinada. Nacen de los gobiernos y de los partidos políticos ciertas medidas electoralistas y marketinianas con apariencia de panacea siendo en realidad un conjunto de frases pegadizas con nula eficacia en el marco social. 

Somos consumidores en un mercado global inundado de impactos. Esa es la verdad. Si no es inexplicable la obviedad con la que miramos a determinadas fechorías o acontecimientos funestos. Me refiero a las muertes provocadas por la Covid, las cuales no solo ya no se cuentan, sino que el presidente Sánchez se atreve a utilizarlas como elementos propagandísticos con el fin de pasar en la memoria colectiva como un héroe redentor de los caídos. Le importan un bledo las vidas de los muertos y de sus familiares, quizá por eso no le dejen de llegar querellas de allegados de los fallecidos. Ha banalizado la muerte, la hemos simplificado, lo hacemos hasta que nos toca. Nos han hablado de la vida, pero no nos han enseñado lo que es la muerte. Una que parece papel mojado, una creencia lejana propia de religiones ancestrales, a lo mejor por eso quitamos valor a los muertos provocados por ETA dejando que sus herederos se paseen por las instituciones mientras sus víctimas son relegadas al gallinero como ocurre en el Parlamento vasco. 

Hemos perdido la dignidad, esta que tenemos por el mero hecho de ser personas. Es lo que nos diferencia de los animales. El filósofo Jaques Maritain lo expresa así: «Cuando decimos que un hombre es una persona, queremos decir que no es solamente un trozo de materia, un elemento individual en la naturaleza, como un átomo, una espiga de trigo, una mosca o un elefante son elementos individuales en la naturaleza». El ser humano posee inteligencia y voluntad, «no existe solamente de una manera física. Hay en él una existencia más rica y elevada, sobreexiste espiritualmente en conocimiento y amor». Circunstancias obviadas por algunos que se empeñan en equipararnos al resto de seres vivos. No solo igualarnos, sino en ocasiones despreciándonos, poniendo por encima al resto de los seres. Los mismos que luchan por los derechos de los animales son aquellos que se sientan en la mesa con aquellos que llenaron de sangre España. Han cometido el error hemos cometido el fallo garrafal, de eliminar el concepto de persona del centro de la vida pública y política para beneficio de las ideologías. Planteamiento equivocado en una sociedad conformada por seres humanos perpetrado también por instituciones como la Iglesia vasca, cuando antepuso el fin de conseguir la independencia de Euskadi respaldando indirectamente los atentados consumados por ETA, por encima de la vida de los asesinados.  


He descubierto hace relativamente poco que, si la sociedad fuera netamente humanista y todos pusiésemos por encima de cualquier cosa la dignidad de la persona, no existiría machismo, racismo u homofobia que plantase cizaña en la tolerancia de las sociedades. Al ver a una mujer, el cuerpo no sería su primacía, sino que antes de valorar su condición pondríamos por delante otro tipo de elementos intangibles propios de la persona. Cuando nos topásemos con alguien perteneciente a una cultura o raza distinta dejaríamos a un lado todo prejuicio concebido por aquellas circunstancias geográficas o ideológicas respetando a la persona independientemente de su naturaleza secundaria. Puesto que la primaria es la de ser un ser humano con dignidad. En el momento de cruzarnos con distintas condiciones sexuales no juzgaríamos a la persona por sus orientaciones sino por el simple valor humanístico de su figura siendo la homosexualidad o heterosexualidad una mera cualidad secundaria. 

El reconocimiento de la dignidad de la persona humana a producido diferentes avances sociales a lo largo de la historia. En el Imperio Romano, el reconocimiento de la religión católica como el credo oficial ocasionó el fin de las célebres peleas entre gladiadores al reconocer el valor de la vida humana a través del humanismo cristiano. En EE. UU. se abolió la esclavitud por el hecho de que la sociedad se concienció de que aquel individuo que le servía no era un objeto mercantilista, sino que constituía un ser humano con dignidad y valor por el mero hecho de ser persona. Se decretó el sufragio universal en el que las mujeres podían ejercer el derecho al voto por la razón de que también el género femenino tiene dignidad por el mero hecho de ser persona. 

Lástima que, hoy en día, en pleno siglo XXI, la persona no esté en el centro de la política o de las decisiones que se toman y no sea más que un engranaje o consumidor al que se debe embaucar para vender ideas que en ocasiones atentan contra la propia sociedad.

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