La escritora plantea una novela sobre una revolucionaria cercana en el tiempo y la contestación del poder
VALÈNCIA. Gabriela Wiener se despoja de la autoficción, para explorar un futuro tan cercano en el tiempo y en la realidad política que “da miedo”, en sus propias palabras. En Atusparia (Random House, 2024) explora las tensiones entre revolución y sistema, utopía y realidad, a través de Atusparia y Asunción, encarnaciones de dos visiones opuestas de la izquierda.
A través de sus propuestas radicales y contextualizado en la realidad peruana, la novela se adentra en las luchas indígenas, los límites y las potencias del activismo. Wiener mezcla documentos, voces múltiples y sátira. A pesar de la contraposición de dos caminos políticos, siempre está ahí la crítica feroz y la imaginación desbordante de la autora.
—¿Este libro es una autociencia-ficción, como desliza un personaje en la novela?
—Este libro, respecto a mis anteriores, es lo menos "auto" que he hecho. Y de "ciencia", bueno, hay un homenaje a mi educación, pero la parte futurista es más bien como de un futuro inmediato y no tan distópico. De hecho, se parece tanto al presente que da miedo.
—Haciendo esta proyección a corto o medio plazo, de alguna manera contiene más verdad que en un relato periodístico.
—Justo escribí una crónica sobre lo que estaba pasando en Puno, en Perú, con el levantamiento campesino contra el gobierno de Dina Boluarte. Si lees esa crónica, te das perfecta cuenta de la diferencia en el lenguaje y el enfoque al trabajar con ese material histórico de la realidad en comparación con Atusparia.
En el libro hay un juego irónico de distanciamiento respecto al periodismo. Aparecen géneros y subgéneros que he practicado mucho como periodista, como la entrevista o la columna de opinión, pero en este caso son más un juego, una ironía. Además, el libro recoge varios registros. Creo que esa es su particularidad: intentar algo al estilo de las grandes novelas del siglo XX.
Durante años fui una defensora acérrima de la no ficción, incluso una "satanizadora" de la ficción. Hasta que en Huaco Retrato se abrió una compuerta, y a partir de ahí me di cuenta de que podía ficcionar. Con ese libro exploré aspectos más íntimos como el deseo, la identidad de migrante o mi racialización. Pero sentí que esa voz de "la Gabriela Wiener del presente" ya estaba agotada. Este libro tiene una voz que sigue siendo mía, pero es solo una más entre muchas.
—En todo caso, destacaba el aspecto periodístico porque da la impresión de que este libro obliga al lector a prestar atención a lo que está en lugares como Perú, donde la situación es muy grave pero parece estar fuera del foco mediático.
—Quizá sí, aunque debo matizar que yo nunca he hecho periodismo tal cual. La academia periodística siempre me ha hecho sentir fuera de ese ámbito por el tipo de crónica que hago: literaria, utilizando herramientas de la literatura para narrar. Entonces, sí, Atusparia puede considerarse una crónica de su tiempo, pero dentro de una historia ficcional.
—Hablemos del potencial del ajedrez, que aparece como una metáfora política en el libro.
—Surge de una experiencia real en mi colegio, donde el ajedrez era tan importante como cualquier otra asignatura. Dos niñas están aprendiendo a disputar el poder a través del ajedrez. Es la metáfora de una herramienta política que, en cierto modo, hace muy estéril la revolución. Más adelante, ya no son niñas sino mujeres enfrentadas en una lucha de visiones políticas opuestas. Cada una se siente más representativa, más pura o más política que la otra. Esa tensión no resuelta acaba casi por eliminarlas mutuamente, o en algo que podría llamarse "tablas" en el ajedrez. Pero su conflicto probablemente tendrá que resolverse fuera del tablero, lejos del juego que encarnaron.
—Hablabas antes de las diferentes texturas que tiene el libro: informe, entrevista, opinión, diferentes voces, diferentes personas. Más allá de lo que permitía esa diversidad para que la historia avanzara, ¿durante el proceso de escritura, cambiaba tu acercamiento a la historia dependiendo del formato que utilizabas?
—Sí. Como te decía, quería que fuera una novela con varios registros y voces. Por ejemplo, imaginé cómo podría haber contado de otra manera a las Ritas. Pensé que tenían que tener voces, que fueran personajes. Los informes surgieron cuando quise capturar ese momento coral, como si se hubiese puesto una grabadora en una asamblea de mujeres. Me di cuenta de que, en ese coro, ya estaban todas las posiciones contadas. A veces tengo una visión más poética de la escritura y esa imagen me pareció suficientemente intensa y poderosa como para no extenderla más. Decidí que se quedara como un documento.
Además, ese distanciamiento absurdo y ridículo que tiene la mirada del policía es claramente una parodia y una mofa. No me gusta la policía, pero al mismo tiempo me pareció que ese tono era un respiro en la novela, que aligeraba la carga militante, discursiva y teórica. No quería que las Ritas tuvieran un peso tan literal; quería que fueran míticas, una masa peligrosa, espiritual y energética.
—A lo largo del libro se siente como si estuvieras inflando una llama prorrevolucionaria. Sin embargo, el final es trágico. ¿Por qué decides que esa revolución no tenga un culmen?
—No me gustan los finales felices porque no me gustan los finales. Tampoco creo que las cosas deban acabarse, ni feliz ni infelizmente. Esta novela, apegada a la cruda realidad, no podía tener un cierre definitivo. Con las Ritas, lo que quería mostrar es que representan una utopía: algo que buscamos alcanzar, aunque probablemente muramos en el intento. Es como tratar de conocer a Dios, la felicidad o alguna otra abstracción. Pero en ese camino vamos dejando marcas en el sistema, haciendo una muestra más en el árbol, ampliando horizontes y acercándonos a la justicia, la solidaridad, el buen vivir o la paz. Eso sí, narrar la felicidad o una utopía comunista hecha realidad es aburrido y no es mi trabajo. Habrá quien pueda hacerlo, pero por ahora solo estamos elucubrando.
—El libro precisamente presenta, en la contraposición de dos visiones políticas, la potencia y los límites de ese mundo nuevo imaginado. ¿Qué sacas en claro después de haber escrito la novela?
—Los límites son evidentes. Los protagonistas son polos opuestos, cada una tomando un camino sin retorno: la lucha armada o las reglas de la política. Este es un debate clásico en la izquierda, entre movimiento social o institución, revolución o democracia liberal.
Quien opta por la lucha armada enfrenta la cárcel o la muerte, mientras que quien sigue las reglas de la política queda atrapada en una democracia salvaje, falsa, que se autoengulle. Esta última pierde sus bases, sus compañeras, lo sacrifica todo. Sin embargo, Atusparia no es una socialdemócrata ni alguien de centro. Tiene una visión política profundamente conectada con lo popular.
El libro también denuncia lo que sucede desde fuera: cómo se criminalizan las luchas para desmovilizar y eliminar a la izquierda. Lo vemos constantemente con acusaciones de terrorismo que paralizan cualquier movimiento, incluso cuando solo es reformista. Decirle comunista a Pedro Sánchez es un chiste, pero en Perú pasa igual. Todo es ETA, todo es Sendero Luminoso… Todo está ultraderechizado y con cualquier izquierda parece que nos sirva. Con este libro también reivindico la necesidad de una izquierda radical verdadera.
—En el libro aparecen estas luchas viscerales dentro de la propia izquierda. Al final, lo que se percibe es que, tras tanto luchar, ambas posiciones terminan derrotadas. Las tablas no solo se deben a las propias potencias, sino a algo más grande que trasciende las voluntades de los personajes, algo que parece determinar sus caminos.
—Sí, totalmente. ¿Cómo no van a ser vencidas? Si quienes tienen las armas, el poder y el control del sistema son los mismos que operan los mecanismos políticos, mediáticos y económicos.
—En esta contraposición entre las visiones políticas de Asunción y Atusparia, ¿el proceso de escritura te ha servido para reflexionar o profundizar en alguna de esas posiciones?
—Ellas son mi reflexión. Creo que una escritora reflexiona a través de sus personajes, y yo siento que, a veces, pienso como Atusparia, y en otros momentos, como Asunción. Pienso en Gaza y claramente soy Asunción. Pienso en mi país y digo: "Qué bien me cae alguien como Indira Huilca". Me encantaría que llegara una lideresa así, atuspariana, para un país que lleva seis presidentes en ocho años, con instituciones devastadas y una mafia parlamentaria en el poder. Pero luego me arrepiento. Oscilo entre Atusparia y Asunción constantemente.
—Queda claro el peso de las luchas indígenas, del indigenismo, y cómo estas rompen con las coordenadas a las que estamos acostumbrados en los movimientos de izquierda en Occidente. ¿Cómo aborda esto el libro?
—Me cuesta reducir algo tan potente y complejo como las luchas indígenas a un término como "indigenismo". Estas luchas incluyen al movimiento campesino, la rebelión de los pueblos originarios, los defensores de la tierra, quienes están trabajando contra los terricidios, las personas que sostienen la vida misma con un conocimiento ancestral increíble sobre el cuidado de los recursos naturales frente al extractivismo y el saqueo…
Todas estas luchas se articulan en una cosmovisión donde naturaleza, animales y personas están conectados. Por eso, llamarlo simplemente "indigenismo" sería francamente reduccionista. Además, es un término que la ultraderecha ha instrumentalizado para atacar esta lucha transversal, arraigada en territorios y culturas con siglos de historia, pero que compete a todo el mundo: a españoles, occidentales, al norte global…
—Entonces, ¿el concepto de "indigenismo" es problemático?
—No sé si llamarlo problemático, pero para mí es reduccionista, empobrecedor. Ni siquiera creo que pueda describirse como un movimiento en sí mismo. Es algo que tiene que ver con la humanidad y la vida en general, con algo universal. En este momento, la verdadera resistencia política descansa en las luchas indígenas relacionadas con la tierra. Por eso están matando a defensores de la tierra, encarcelándolos o acusándolos de terrorismo. Ahí está el foco. Cuando no son víctimas de masacres, como ocurrió hace un año y medio en Perú. Las vanguardias y las resistencias están en los lugares donde las papas queman, como en Gaza o en territorios donde hay guerras y se intenta una vez más expulsar a los pueblos originarios de su tierra y su conexión con el planeta.
Llamarlo "indigenismo" puede hacer que parezca algo remoto, que solo ocurre "allá", al otro lado del mundo, y que solo les compete a ellos. Pero no es así. Es un movimiento transversal, de los más inclusivos, y necesitamos escuchar más.
—“Para que algo cambie, los libros tienen que equivocarse”. ¿Cuál crees que es el papel de los libros o de la literatura en las revoluciones y las luchas?
—Reflexionar sobre la literatura como un camino revolucionario me parece fundamental. Esto contradice esas ideas que dicen que el arte debe ser solo arte, o que la literatura solo debe entretener o ser autónoma y acabar cuando el libro termina.
Manuel Scorza tiene una gran frase al respecto: "Cuando ya nada funciona, el último tribunal para juzgar la realidad es la literatura". La literatura puede hacer justicia, y hay ejemplos concretos de cómo, a partir de un libro, se logró justicia para luchadores indígenas. La literatura claro que tiene potencial política.