De la mano de su bisnieto, un recorrido por la casa con chapuzones por unas cuantas obras que darán cuenta de cómo vivían el verano en el entorno de los Pinazo
VALÈNCIA. En Godella hay una calle, por donde se cuela la brisa marina, que se llama Pintor Pinazo. En el número 31 vivió y obró (en ese orden, o al revés) él, el pintor Ignacio Pinazo. En su casa, que se conserva prácticamente intacta desde hace más de cien años, recibe José Ignacio Casar Pinazo, su bisnieto, ex director del Museo de Bellas Artes de València y guardián familiar de una vivienda, como una bombonera, por donde el verano se cuela, mostrando -entre otras muchas cosas- la manera que teníamos los valencianos de vivirlo a finales del siglo XIX.
Al atravesar el recibidor, con dormitorios en sus alas, es el corral frondoso el que conduce hacia su estudio, donde pintaba. En uno de sus pasadizos laterales, una parra ondea, la misma con la que Pinazo se recreaba mientras fumaba -el cigarrito del descanso-, hace un siglo y poquito más. Por el fumeteo murió poco tiempo después de confesar sus intenciones a la revista Pensat i fet: el año próximo, prometía, “pienso morirme, así resolvería algo que tengo pendiente desde que nací". Lo hizo al acabar el verano de 1916. Hasta entonces, la mayoría de los meses de calor habían ido colándose en su obra a la manera orgánica con la que las cosas le ocurren a un observador social. Su bisnieto recorre la casa dándose chapuzones por unas cuantas obras que darán cuenta de ello.
A nadar - Aquí, ‘les nadaes’, un hábito que en la habitación derecha se ordena con dos cuadros consecutivos. “Son estos cuadros de playa -va contando Casar Pinazo-. Cuando vimos un carro de huerta en la arena a priori no tenía sentido porque es quizá el vehículo más difícil para llevarlo a la playa… pero es una cuestión social.. Era el medio de transporte con el que las clases populares podían ir al mar. Un par de veces al año se levantaban pronto y se iban a la playa. Frente a eso, las calesas burguesas”. Vistos uno sobre otro, son el anverso y el reverso de una manera de gozar del verano en primera línea. El rastro de ‘les nadaes’ aparece en Pinazo en la playa de la Cadena, en la del Caro… todas en la València por los nortes. “Esa costumbre -sigue su bisnieto- es el precedente del rito de llenar las playas. Creaba la conciencia de que tomar el sol podría tener beneficios y que ir al mar era accesible”.
De fiesta - Casi en la pared de enfrente, unos enormes nubarrones artificiales, tal que la gran niebla, enmarañan un horizonte por el que el puntal de una iglesia escala. Durante mucho tiempo pareció la amenaza de la tormenta, pero era en realidad el rastro pirotécnico de una mascletà atronando en el verano popular. Pinazo de fiesta en fiesta por los pueblos de la contornà. Y de Godella a la Alameda. Sus trazos afinan su obsesión por documentar cómo sus vecinos se fundían con el paisaje.
“La única explicación es que al final de la mascletà se queda el humo que lo cubre todo. Es el acercamiento a las fiestas populares del verano”, indica Casar Pinazo. “En ese afán por pintarlo todo, en sus cuadernos aparecen fechas concretas de julio, agosto… en las que queda claro que estaba trabajando. Lo hacía muy en contacto con la sociedad y el entorno, y esa sociedad y ese entorno se manifestaba más en verano. Le atraían mucho las fiestas populares, como análisis del comportamiento de la gente. Probablemente tenía el calendario en la cabeza e iba acudiendo a cada fiesta, a cada cosecha de verano… Eran fiestas en Meliana, Almàssera, Benimàmet… un entorno cercano, en L'Horta Nord. En sus óleos de fiestas hay una cierta comarcalización, porque no llegan a l’Horta Sud”.
En esas celebraciones callejeras al pasar la primavera, Pinazo tendía a camuflarse. Como explica Vicente Pla, comisario de 'Pinazo en el espacio público', no era un pintor frente a la escena, no se situaba ante nosotros, sino con nosotros. “Participaba -sigue el bisnieto- como si, en una manifestación, en lugar de ser el fotógrafo que muestra la pancarta, fuera parte del grupo”.
El corral - Los escalones que hacen descender el estudio hasta el patio, son el recorrido que permitía aligerar la intensidad pictórica y recobrar el pulso familiar. “Éste es el rincón, junto a la parra, donde mi abuelo decía que si en algún sitio soplaba aire era aquí”, cuenta Casa Pinazo. “La parra está pintada por Pinazo, con lo cual tiene al menos más de cien años: nos lo podemos imaginar fumando, descansando tras pintar al bajar los escalones de su estudio”.
El gran pino que se despliega en el corral no existía, con lo cual puede que los rayos del sol cubrieran más superficie y las flores ampliaran su alcance. “Era un corral veraniego”. Y lo sigue siendo. “Su casa -remata el bisnieto hecho cicerone- actúa como elemento de recogimiento: pinta aquí plantas, a sus hijos… aquí se genera una cierta sensación de hortus conclusus”.
“Hay pinturas en las que, aunque las vestimentas eran muy voluminosas, con chaquetas, chalecos, camisas… sabemos que es verano porque los trajes eran claros”. Casar Pinazo, sentado donde su bisabuelo, prolonga un tiempo invariable donde parecería que en el corral de Godella siempre es verano.