VALÈNCIA. Que sí. Que nos encantan el drama, las grandes pasiones, el humor negrísimo, los personajes más retorcidos que un sacacorchos y las ficciones descarnadas que nos muestran la maldad del mundo. Los Soprano, Succession, Juego de tronos, Anatomía de una caída o La zona de interés nos asombran, nos aturden y caemos rendidas ante su sabiduría y su capacidad para mostrar la complejidad del mundo. Pero a veces necesitamos descansar. De todas esas ficciones tan buenas y tan crudas, y también de una realidad hosca, crispada y agria que no da respiro, copada por gente amarga y amargada dedicada en cuerpo y alma a enfadar al personal.
Y por eso, un día te descubres siguiendo con extraordinaria atención la vida de un veterinario en la campiña inglesa en los años 30 y 40, que a ver qué se te ha perdido allí, cuya mayor preocupación es el parto de una vaca o por qué se mueren las gallinas de un granjero. Cuando te das cuentas, estás sonriendo mientras todos los protagonistas, vestidos de tweed, se sientan a tomar el té en el salón de su confortable casita para comentar la jornada. Y pones el siguiente capítulo, porque vivir allí un rato ¡es tan reconfortante!
Será porque no se trata solo de descansar. Es que la amabilidad, la colaboración, la generosidad, la simpatía, la ternura, el diálogo o la empatía también existen. Son tan reales como la violencia, el dolor, la codicia o el cinismo, pero, por algún motivo, no nos lo parece, aunque sin ello no solo no podríamos vivir, sino que no hubiéramos prosperado como especie. Y cuando una película o una serie se centra en esa parte buena del ser humano, la tildamos de fantasiosa, ingenua, no realista y la acusamos de “buenista”, neologismo convertido en insulto, como si ser buena gente e intentar mejorar o, por lo menos, no estropear mucho el mundo fueran cosas malas e irrelevantes.
Todas las criaturas grandes y pequeñas, Los Durrell, Big Boys, o las clásicas y míticas Las chicas Gilmore (Gilmore girls, Amy Sherman-Palladino, 2000-2007) o Doctor en Alaska (Northern Exposure, Joshua Brand y John Falsey, 1990-1995) son algunas de estas ficciones-refugio tan necesarias. No me estoy refiriendo aquí a las comedias puras y duras, esas que nos hacen la vida más llevadera, tan necesarias. Ni a musicales como Cantando bajo la lluvia (Singing in the rain, Gene Kelly y Stanley Donen, 1953), Granujas a todo ritmo (The Blue Brothers, John Landis, 1980) o Mamma Mia! (Phillyda Lloyd, 2008) que nos alegran el día o la semana.
Les hablo de obras que, aunque destilan bonhomía, no son comedias, sino relatos de vidas cotidianas donde hay de todo: alegría y tristeza, bienestar y dolor, cosas buenas y malas, humor e ira. Se trata de historias sin cinismo, pero que tampoco son ingenuas. Están protagonizadas por personajes que no van buscando como joderle la vida al vecino, sino vivir con tranquilidad y en buena compañía. Pero no por ello ocultan que a veces la vida es injusta y desigual y que no siempre ganan los buenos. O que, a veces, hacemos cosas que hacen daño. Están hechas con cariño y talento, tratan con mucho respeto e inteligencia a los espectadores y, por supuesto, funcionan porque tiene mucha calidad y son muy buenas, en todos los sentidos de la palabra.
Aunque la mayoría de ustedes ya lo saben, porque estoy segura de que quién más quién menos se ha refugiado un rato en el pueblecito de Darrowby, la del veterinario es Todas las criaturas grandes y pequeñas (Filmin y RTVE). Es una serie británica creada por Ben Vanstone, que adapta una famosa serie de novelas escritas por James Herriot, en las que cuenta su propia experiencia como veterinario. Publicadas en los años 70, tuvieron un inmenso éxito y ya fueron adaptadas como película en 1975 y como serie de la BBC entre 1978 y 1980.
Cierto es que no solo se trata de gallinas, vacas y paseos en bicicleta por la campiña. Hay amores contrariados, familias con secretos, soledad, muertes tristes y hasta una guerra, la II Guerra Mundial, en concreto, que altera lo suyo la vida de los lugareños. Naturalmente, si no fuera así no tendría interés, ni millones de personas siguiendo la historia y deseando que llegue la nueva temporada. En fin, que va de gente normal y corriente a la que le pasan cosas normales y corrientes, incluso en momentos excepcionales como una guerra. Buenos intérpretes o, por lo menos, muy ajustados a sus personajes; un gran cuidado en la ambientación, paisajes bonitos e historias costumbristas y sencillas que, no por ello, tratan como tontos o niños a los espectadores. Un mundo confortable que, aunque sea el mundo rural inglés de los años 30, está bastante más cerca de nuestra cotidianidad que la vida suntuosa de Logan Roy y sus hijos.
Ya con la magnífica Los Durrell (2016-2019) tuvimos nuestra ración de afabilidad y alegría, y es que los británicos son imbatibles en este terreno. La serie adapta los célebres y maravillosos relatos de George Durrell sobre su familia, iniciados con Mi familia y otros animales, y seguidos por Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses. La llamada Trilogía de Corfú, porque la familia se traslada allí desde la lluviosa Inglaterra cuando George es un niño, es una delicia de lectura que ha dado lugar a una delicia de serie y, aunque sus personajes, muy bien interpretados, son menos corrientes y un poco más extravagantes que los de Todas las criaturas…, conforma otro de esos relatos-refugio que estamos comentando.
Big Boys (Filmin) entraría también en esta categoría. Es la historia de un muchacho gay que llega a una universidad bastante pobre y sin brillo, sale del armario e inicia una amistad inesperada y profunda con su compañero de piso, un hetero, a priori, prototípico. Basado en su propia experiencia, Jack Rooke, su creador, ha construido un mundo lleno de problemas (orfandad, falta de dinero y recursos, discriminación, abandono, etc.) que, sin dejar de mostrar que el dolor y la tristeza existen, ofrece una mirada tierna, esperanzada y amable. Digamos que está en las antípodas del mundo juvenil que plantea Euphoria y, francamente, no entiendo por qué ha de parecernos más realista la descorazonadora serie de Zendaya que Big Boys (aclaro que Euphoria me parece una serie excelente, no pongo en duda su calidad).
En fin, que nunca hay que confundir la amabilidad y la bondad con la idiotez o con la ingenuidad. Se puede ser muy consciente de todo lo que no funciona en el mundo y tener una mirada crítica sin ser cínico. Así que, por favor, amplíen la lista que aquí ofrecemos y cobíjense sin reparos ni complejos en esos relatos-refugio, sean en la campiña inglesa, en una universidad pobre y destartalada o en un bar de la fría Alaska.
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Netflix ya parece una charcutería-carnicería de galería de alimentación de barrio de los 80 con la cantidad de contenidos que tiene dedicados a sucesos, pero si lo ponen es porque lo demanda en público. Y en ocasiones merece la pena. La segunda entrega de los monstruos de Ryan Murphy muestra las diferentes versiones que hay sobre lo sucedido en una narrativa original, aunque va perdiendo el interés en los últimos capítulos