Finalista del Herralde en 2014, el título que publica Anagrama se lee incluso mejor ahora, con una pandemia de por medio, que entonces, menos inoculados
VALÈNCIA. La actualidad manda en la medida en que perezosos o cobardes, se lo permitimos. La actualidad es una riada llena de fango que arrastra innumerables desechos y escombros, un torrente rapidísimo y turbio en el que solo podemos ahogarnos: cuanto más braceamos para tratar de controlar la situación, peor. Con suerte quedaremos estancados por un breve espacio de tiempo en un meandro: allí, hasta que nos cace la siguiente ola, podremos tener cierto sosiego y ver las cosas con un poco de perspectiva. El advenimiento de internet supuso la ruptura total de la presa: la actualidad comenzó a bajar a toda velocidad, abrumándonos con tantos estrenos de libros, películas, videojuegos, música. Ni siquiera trabajando en ello puede uno acercarse a conocer de primera mano un ínfimo porcentaje de lo que llega a diario a los mostradores de novedades.
Leer libros de actualidad, por supuesto, tiene la virtud de mantenernos conectados al presente, al ahora, y eso está muy bien, siempre que aceptemos que en nuestro descenso vertiginoso hacia el futuro irá escapándosenos todo aquello que no podemos abarcar, y que lo que hoy es actualidad, mañana dejará de serlo, pero seguirá existiendo. Se encuentra un placer especial en dedicarnos de forma extemporánea a ese libro del que tanto se habló, fuera de la conversación social y de las opiniones, cuando no de las polémicas (la conversación social más aburrida). Nada de noticias al respecto, nada de puntuaciones (uf). Solo el placer de la lectura sin ruido, en una dimensión aparte que no es el ayer ni el hoy (ni tampoco, claro, el mañana). Muchos de estos encuentros literarios se dan paseando la mirada en una librería. De pronto ahí está ese título, ha llegado su momento, nadie nos espera y podemos alinearnos en esa parcela del tiempo que es muy íntima, muy privada, muy personal.
El imperio de Yegorov, de Manuel Moyano, fue novela finalista del Premio Herralde en un lejanísimo dos mil catorce, hace una década. Actualmente puede adquirirse ya como un compacto de Anagrama, uno verde, con una fotografía inquietante en la cubierta. Desde el título hasta la última frase de la contraportada: todo forma parte del juego en el que nos introduce el autor en esta historia que se narra a partir de retazos procedentes de diferentes soportes. Solo la nota referente al jurado y los créditos interfieren en el artefacto de Moyano: a partir de ahí, cualquier referencia —lo descubriremos— es susceptible de ser información relevante para comprender los hechos que comienzan en una tribu perdida de Papúa Nueva Guinea y terminan en Moscú.
Sorprende encontrar una obra como esta, con esta narrativa, en esta colección: El imperio de Yegorov es un libro singular que a nivel estructural recuerda al magnífico Le ParK de Bruce Bégout, en el que un magnate de aires muskianos —aunque infinitamente más glamuroso— decide construir un parque que reúna todo lo parquificable, de tal manera que un terrario sirva al mismo tiempo de oficinas de un parque tecnológico (por ejemplo). La obra de Moyano es muy de su momento por lo fragmentario y por su tempo, incluso podríamos decir que por la gamificación: puede señalársele, quizás, una resolución demasiado rápida, en tanto en cuanto se habrían disfrutado algunas páginas más en el desenlace, que llega y se va muy fugaz para la escala que alcanza la historia. Es cierto, por otro lado, que hay más, un índice onomástico que alguien, los editores —¿cuáles?—, nos recomiendan leer íntegramente. Antes de que la IA personificase nuestros mayores temores, este mérito correspondía en los últimos años al Big Pharma, la industria responsable de desarrollar vacunas en las cuales no solo residiría la sustancia que nos salvaría de un virus nuevo y letal, sino también chips y otros sistemas de control destinados a convertirnos en zombies, en ganado acrítico sometido a élites invisibles. El propio virus también era sospechoso, otro agente de las grandes farmacéuticas (si no de gobiernos supranacionales en la sombra). En ese sentido, el autor supo adelantarse en más de un lustro a la tendencia dominante en materia de inquietud:
“Hola de nuevo, Nintai. Ya he tomado buena nota de sus advertencias. En cuanto al colirio, es cierto que funciona, pero sólo hasta cierto punto. El amarillo de los ojos ya no resulta escandaloso, pero sigue siendo bastante visible, al menos para quien está al tanto del asunto. De hecho, ahora me resulta fácil adivinar cuándo alguien ha sido inoculado. No soy muy dado a fiestas, pero ayer no tuve más remedio que acudir a una, en LA., ya que se me rendía un homenaje (uno no puede ser tan insociable como para despreciar a sus propios admiradores, ¿no le parece?). Conté al menos cuatro inoculados: el gobernador Cassola, un pívot de los Lakers que me tiene por una especie de dios, también Steve Shields (ya sabe, el cómico) y esa actriz rubia que nunca recuerdo cómo se llama. No me dirá que me he equivocado en uno solo de ellos. Me imagino que se estarán ustedes forrando, así que deberían bajar el precio de la elatrina, en vez de subirlo constantemente”.
Ah, amigo. Todo tiene un precio. Y si de tu mercancía en exclusiva depende la vida y la muerte, el precio puede ser el que tú quieras. ¿Qué darías por burlar el paso del tiempo? Moyano aborda uno de los arquetipos más interesantes, el del virtualmente inmortal, aunque no invulnerable (de ahí lo de virtualmente). Un ser que tiene a su alcance vencer a la muerte, siempre que no sufra un accidente, o como en esta historia, no sucedan según qué cosas. De ahí que los personajes más enigmáticos e interesantes sean aquí los hamulai, la tribu primitiva y perdida origen de todo, que hasta la llegada de la civilización vivían como cazadores recolectores, dejándose llevar por sus instintos más primarios en público, al abrigo de los sonidos salvajes, víctimas de una juventud sin fin.