VALÈNCIA. Hay creadores que no han obtenido el reconocimiento que quizá merecían. También los hay que sí, que llegaron a obtener ese momento de merecida gloria, pero no fueron capaces de prolongarlo. Mantenerse en primer plano requiere una serie de obligaciones que no todo el mundo está dispuesto a aceptar. La honestidad a secas, sin aditamentos, no vende; a la mayoría de la gente no le interesa la honestidad, le interesa el personaje que hace de la venta de su supuesta honestidad un acontecimiento cultural que nadie puede perderse. Si te circunscribes a hacer lo tuyo, a ser un artesano o un obrero de, por ejemplo, la música pop, es muy probable que solamente una serie de fieles se acuerden de ti. En tal caso, los medios especializados te dedicarán un mínimo espacio -en caso de que te dediquen alguno-, mientras que la mayoría de los aficionados estarán más pendientes de la novedad de moda, y solamente se acordarán de ti cuando hayas muerto, para recordarle al mundo que, ¡ey! ellos también valoraban tu talento, aunque estuviesen muy ocupados hablando de otras cosas para decirlo mientras tú aún podías escucharlo.
Hace unas semanas veía la luz el último disco grabado por Pat Fish, artísticamente conocido como The Jazz Butcher. De dicha obra podemos decir con toda seguridad que será la última que registre porque Fish falleció el pasado mes de octubre. Tenía 63 años y durante los nueve últimos estuvo combatiendo un cáncer que, por lo visto, se negaba a abandonarle a pesar de la insistencia de los tratamientos. Según he leído, el músico aceptaba la coyuntura con un sentido del humor que define muchos capítulos de su discografía. En algunas de las canciones de The Highest In the Land está presente esa actitud, su manera de enfrentarse a la fatalidad con un humor mordaz, guiñándole el ojo a un adversario al que puedes ganar algunas peleas, pero que es cuestión de tiempo que te aplaste. Fish habla de eso en “Time”, de la certeza de que su tiempo se estaba agotando. Lo hace sin dramatizar, con humor, con empatía hacia el oyente: “Tengo un billete de ida a un hoyo de cal del Ayuntamiento / Apenas tengo un minuto para estar en él / Pero para ti tengo tiempo / Un poco de tiempo”.
En Inglaterra, The Jazz Butcher tuvo su lugar de honor durante los años en los que la palabra indie cobró sentido. Entonces Fish formaba tándem creativo con uno de esos instrumentistas que suelen resultar cruciales para dar forma al sonido de una mente, y en el caso de Fish, su lugarteniente tocaba la guitarra y se llamaba Max Eider. Las guitarras eran fundamentales en esa escena británica en las que las bandas construían su discurso sobre varios pilares: la naturalidad que el punk había devuelto a la música, el amor al pop y a la melodía, la voluntad de ser a la vez héroe de novela y estrella sobre el escenario. A Fish solamente le faltaba la paciencia para convertirse en esto último, así que, quizá muy a su pesar, terminó convertido en lo primero.
Había una serie de cuestiones para las que no quería tener tiempo. Toda esa parte del contrato del artista que dice que has de rendir pleitesía a cierto tipo de poderes y obligaciones. Ser una voz discordante nunca es bueno para construir una carrera. Ser el que señala al emperador diciendo que va desnudo, cuando todos alrededor no dejan de aplaudir la elegancia de su supuesto traje, no es una buena estrategia para alcanzar la popularidad. Fish era de los que mantenía que él estaba en este planeta para hacer su música y hacerla como a él le apetecía, el resto no era cuestión suya. Durante mediados de los ochenta, The Jazz Butcher tuvieron una cierta repercusión en la escena independiente británica. Y, cosas que solamente pasan en València, fueron un grupo querido por disc jockeys y especialistas aquí. Que yo recuerde, apenas tuvieron repercusión en otras ciudades españolas, pero en València, The Jazz Butcher fueron un grupo de culto gracias a la labor de gente como Jorge Albi y Juan Vitoria y, si se me permite recordarlo, de este servidor de ustedes.
The Highest in the land posee el aroma de la dignidad. Es un álbum directo y sin pretensiones, igual que la mayoría de las obras que grabó Fish. Un disco con mucho que ofrecer si escuchas con atención, un disco que pertenece a esa galaxia de obras realizadas por autores veteranos que dejaron de preocuparse por el éxito hace ya mucho tiempo. Artistas que siguen fieles a sí mismos y van de acá para allá ofreciendo canciones sin preocuparse de nada más. Hay muchos así, gente que lo único que tiene que aportar es el fruto de su talento, exento de colorantes y conservantes. Lo hacen Edwyn Collins y Robert Forster, pero también otros paladines del indie que han renunciado al camino fácil para mantenerse en pie, y por eso lo tienen más difícil para atraer el interés de los periodistas. Graban para sellos diminutos o se autoeditan, realizan giras acústicas o con un mínimo de músicos, ayudan a cargar y descargar el equipo cuando podrían estar ya tomando una taza de té disfrutando de su jubilación. Pero todavía tienen algo que decir y todavía queda quien quiera escucharlo. Esa comunicación tan directa, tan íntima, posee la rara belleza de lo real. The highest in the land contiene la música de un tipo honesto, un músico de izquierdas que jamás habría ido a chocarle la mano a Tony Blair y que sentía que el Brexit como una derrota moral.
Dice Dhiren Basu, compañero de piso de Fish, que este falleció repentinamente mientras se preparaba un café. Un concierto programado para el día anterior tuvo que cancelado debido a su estado de salud. Tres días después de su muerte se publicaba “Time” como single digital, un epitafio escrito por el propio autor, insertado en un álbum que concluye con un buenas noches como colofón a una serie de versos que esbozan momentos felices compartidos con alguien durante media vida. La cotidiana vista del río desde una ventana del salón, el vértigo que provocan los viajes que apuntan hacia lo desconocido, una ambulancia que “llevaba mi nombre escrito”. La felicidad de haber vivido se puede expresar a veces con sencillez. Es lo que hace Pat Fish en un disco que intenta quitarle importancia a la tristeza de saber que le quedaba poco tiempo.