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‘El arte de leer las calles’, Fiona Songel recorre la flânerie

VALÈNCIA. Al pelotón ciclista que recorre sinuoso las carreteras en el Tour, el Giro o la Vuelta, los comentaristas, como en un sueño mitológico azteca, le llaman la serpiente multicolor. Al discurrir actual de la gente en las ciudades, sobre todo en hora punta, no le queda demasiado para poder ser llamado el enjambre ciego. La situación es común, y vivida en primera persona: los peatones aguardan en una orilla del paso esperando a que el semáforo cambie a verde; la mayoría ha sido abducida por la pantalla de su smartphone, salvo una persona que tiene prisa, decide no esperar más y cruza. Sin levantar la vista de la pantalla, otro peatón capta por el rabillo del ojo el movimiento, y salta a la carretera. Un taxi logra no arrollarlo y lo celebra con una sonora pitada. El peatón se asusta mucho, mira a todas partes, no entiende qué ha pasado. Acaba de despertar. Acaba de volver. Otra: una mujer empuja un carro junto a su pareja. Él fuma y ella mantiene una conversación escribiendo en su móvil. El carro se clava en un accidente leve de la acera. Ella sigue empujando hasta que el carro, bloqueado, casi tira fuera al niño. Él grita, ella se detiene en seco y mira asustada. De golpe es consciente de lo que podría haber pasado. El corazón le late con fuerza y se siente avergonzada y culpable. Se justifica y se alejan discutiendo. En la retina todavía le brilla el último mensaje. La ciudad, pero no solo ella, se recorre hoy día en modo avión mental, sin conexión. El paisaje sigue repleto de estímulos, pero no tienen nada que hacer con el electrizante glutamato que exuda la pantalla de ese artefacto que llamamos móvil, pero ya cada vez menos teléfono, porque llamar, llamar, ya llamamos poco. O lo menos posible. El móvil nació en la oreja, pero ha secuestrado los ojos.

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