Formada en Filosofía y librera, la autora de este ensayo que edita Barlin Libros estudia la figura arquetípica del flâneur, el paseante a conciencia que deambula entre la masa con un propósito.
VALÈNCIA. Al pelotón ciclista que recorre sinuoso las carreteras en el Tour, el Giro o la Vuelta, los comentaristas, como en un sueño mitológico azteca, le llaman la serpiente multicolor. Al discurrir actual de la gente en las ciudades, sobre todo en hora punta, no le queda demasiado para poder ser llamado el enjambre ciego. La situación es común, y vivida en primera persona: los peatones aguardan en una orilla del paso esperando a que el semáforo cambie a verde; la mayoría ha sido abducida por la pantalla de su smartphone, salvo una persona que tiene prisa, decide no esperar más y cruza. Sin levantar la vista de la pantalla, otro peatón capta por el rabillo del ojo el movimiento, y salta a la carretera. Un taxi logra no arrollarlo y lo celebra con una sonora pitada. El peatón se asusta mucho, mira a todas partes, no entiende qué ha pasado. Acaba de despertar. Acaba de volver. Otra: una mujer empuja un carro junto a su pareja. Él fuma y ella mantiene una conversación escribiendo en su móvil. El carro se clava en un accidente leve de la acera. Ella sigue empujando hasta que el carro, bloqueado, casi tira fuera al niño. Él grita, ella se detiene en seco y mira asustada. De golpe es consciente de lo que podría haber pasado. El corazón le late con fuerza y se siente avergonzada y culpable. Se justifica y se alejan discutiendo. En la retina todavía le brilla el último mensaje. La ciudad, pero no solo ella, se recorre hoy día en modo avión mental, sin conexión. El paisaje sigue repleto de estímulos, pero no tienen nada que hacer con el electrizante glutamato que exuda la pantalla de ese artefacto que llamamos móvil, pero ya cada vez menos teléfono, porque llamar, llamar, ya llamamos poco. O lo menos posible. El móvil nació en la oreja, pero ha secuestrado los ojos.
Son tiempos de oportunidades para el flâneur, el paseante arquetípico hijo de la época moderna que deambula entre las corrientes humanas de la urbe investigando el entorno, leyendo la ciudad, una especie de libro de piedra, cristal, metal y carne (y algo de verde, aunque algunos urbanistas parezcan alérgicos a ello y se esmeren en talar los pocos árboles que crecen en muchas de ellas). Ni siquiera Morfeo vería ya a la mujer de rojo entre la multitud. Sobre el flâneur y la flânerie escribe Fiona Songel, formada en el campo imprescindible de la filosofía, librera de La Primera, y autora de El arte de leer las calles. Walter Benjamin y la mirada del flâneur, ensayo que publica Barlin Libros en una edición diseñada para poder ser llevada en la mano, y con el móvil en el bolsillo: el amarillo de su cubierta pide ser expuesto a la luz. Un regalo para aquellos que se sienten reconfortados y especialmente seguros moviéndose por la ciudad con un libro en la mano. La mirada de Benjamin sobre el flâneur sirve para articular los capítulos en los que Songel repasa y define el arquetipo: el flâneur no pasea ni se desplaza en exclusiva, sino que en su deambular analiza y piensa la ciudad. Su ritmo puede resultar extraño para los demás. Puede ser tomado por un maleante, se puede sospechar de él. Hay quien dirá del flâneur que es un vago, o quizás con algo más de razón, un privilegiado. La flânerie ponía en evidencia la incipiente vida histérica de las ciudades, y todavía no sabían nada de nuestra era de la ansiedad. Menciona Songel cómo Benjamin encontró al flâneur encarnado a la perfección en Franz Hessel, y nos ofrece esta cita del escritor y traductor alemán: “caminar lentamente por las calles repletas de gente proporciona un placer especial. La prisa de los demás te rodea, es como bañarse donde rompen las olas”. Bañarse en la prisa de los demás. En el dolor de los demás, trayendo a colación el título de Miguel Ángel Hernández.
Tal y como explica Songel, advertía Hessel que el arte de pasear “debe ser aprendido antes de que la acelerada transformación de la vida urbana lo engulla. Y no se refiere simplemente a deambular por las calles, sino a ocuparse cuidadosamente del estudio de lo que ha sucedido en ellas y de lo que está por suceder”. Mirar la ciudad, y no solo verla, si es que siquiera la vemos. Más que mirarla, leerla. Estudiarla. Habla la autora de aquel Berlín y de lo que Kracauer define como la sensación de vivir en una modernidad a-histórica, en una época vacía, en la que tantas novedades se suceden a un ritmo tan acelerado, que no permiten ser contempladas como hechos históricos. Esa modernidad velociferina a la que se refiere Songel se entiende bien pensando que si cada día hay una jornada histórica en el decadente panorama de la política nacional, un récord histórico en la factura de la luz, una cifra histórica de inmigrantes llegados en una caravana de la desesperación, o ahogados en el Mediterráneo, la historia se desvanece. Si todo es histórico, nada lo es, podríamos decir. Recoge Songel además los condicionantes que han impedido la existencia de la figura de la flâneuse, la desgracia de Sylvia Plath que con diecinueve años deseaba poder mezclarse de forma anónima con “camioneros, marineros, soldados, parroquianos”, pero que sabía imposible por la certeza de que correría el peligro de ser asaltada y agredida. Por último, encuentra también la autora de El arte de leer las calles el momento adecuado para revelar cómo el flâneur actual al que la masa aísla y del que desconfía, ejercería su resistencia a las velocidades inhumanas habitando una paradoja: el flâneur del siglo XXI se adentra voluntariamente en la multitud, se esconde en su homogeneidad y la critica, precisamente porque se sabe un relieve escaso que pronto pulirán las olas.