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todos los hombres del presidente / OPINIÓN

El Mundo de ayer; el futuro, mañana

“Considero un deber dar fe de esta vida nuestra, una vida tensa y dramáticamente llena de sorpresas, porque todo el mundo ha sido testigo de estas gigantescas transformaciones, todo el mundo se ha visto obligado a convertirse en testigo. Para nuestra generación no había escapatoria ni posibilidad de quedarse fuera de juego como para las anteriores; Debido a nuestra nueva organización de la simultaneidad, vivíamos siempre incluidos en el tiempo. (…) 

 

Todo lo que ocurría en otro extremo del mundo, a kilómetros de distancia, nos asaltaba en forma de imágenes vivas. No había país al que poder huir ni tranquilidad que se pudiese comprar. Siempre y en todas partes, la mano del destino nos atrapaba y volvía a meternos en su insaciable juego”. [Stefan Zweig. El Mundo de ayer. Memorias de un Europeo. 1941].

25/03/2020 - 

Viviendo bajo la tóxica nube del Covid-19. 

Incluidos siempre en el tiempo. Testigos de todo, sin escapatoria ni tranquilidad que comprar.

Atrapados por esa mano invisible del destino que nos vuelve a meter en su insaciable juego. Y con la necesidad de entender qué nos está pasando y la obligación de contarlo todo. Entre la angustia personal y la dolorosa autoconciencia de fragilidad colectiva; paralizados ante el ominoso recuento de la gente que se va muy rápido, casi sin despedirse de los suyos.

Como ese Stefan Zweig crepuscular que con la nostalgia del apátrida y la lucidez del escritor empapado de cultura y civilización describía en El Mundo de Ayer la desintegración a pasos agigantados de aquel mundo suyo que quería y deseaba más libre y seguro, consumido entre los desvaríos y el fragor de las dos guerras mundiales que asolaron el planeta en el siglo XX.

Afortunadamente confinados entre las paredes de un hogar al que entramos reticentes hace una semana casi con lo puesto y del que no saldremos hasta que entre todos aplanemos la curva. Murmurando entre los mapas que dibujan las zonas infectadas del planeta y las líneas cárdenas que describen el impacto de esta rampante infección vírica, que terminan por parecerse a la sanguinolenta marca de un latigazo en la blanca espalda de nuestra civilización.

Así nos sentimos durante estos días, como náufragos mecidos por las ondas de una tormenta perfecta, mientras nos agarramos al tablón de nuestras seguridades, de cuanto somos y tenemos, de cuanto pensábamos que bastaba para seguir adelante y ahora hemos visto puesto en almoneda, espantados ante las imágenes de los asaltos a los Mercadonas.

Siete días de marzo han bastado para pararnos, para pararlo todo y a todos.

Siete días en los que hemos acuñado la sólida intuición de que nada será ya igual, aunque estemos obligados a adaptarnos y a sobreponernos a este estado de excepción vital que nos ha alejado de lo cotidiano y nos ha hecho mirar, ansiosos, hacia arriba, hacia los que nos gobiernan y organizan, buscando respuestas y alivios que -criaturas- no han sabido darnos, por más que se cuelen casi a diario en el salón de nuestras casas en largas comparecencias que más bien parecen estadillos de existencias de economato.

Una semana, en suma, en la que suspiramos pendientes todos de la llegada -en los próximos días, en las próximas horas- de un material fungible que ha alcanzado la condición de asunto de Estado y que viene en contenedores repletos de una fraternidad china que amenaza con sacudir el orden geopolítico mundial. Cosas del Soft-Power y las oportunidades que se abren por la batalla norteamericana contra el multilateralismo.

Unas jornadas de aturdimiento ante la dimensión y los estragos de esta pandemia en tiempo real que ahora parece que nadie vio venir, como tampoco supimos atisbar, años atrás, la crisis económica de la que apenas acabábamos de salir cuando se nos volvió a joder el Perú, confirmando que la miopía, y no la emergencia sanitaria global, es uno de los principales males de esta sociedad interdependiente, y que parece imposible que logremos que nuestros mandatarios gobiernen algún día con las gafas de ver de lejos.  

Un período de umbríos vaticinios macroeconómicos y negros pronósticos civilizatorios de expertos consultados que ensombrecen las sobremesas familiares ante el televisor, una vez cumplida la sacra y recuperada tarea de enseñar (y aprender) de nuestros hijos en edad escolar, mientras tratamos de encontrar las claves de bóveda del teletrabajo y la multitarea, un secreto por el que muchos -entre los que me encuentro - pagarían hoy más libras esterlinas que las que se dedicaron a la ímproba tarea de encontrar las fuentes del Nilo.

Unos días de dedicada atención a unos niños en los que nadie, de entre quienes han diseñado las restrictivas políticas públicas de emergencia nacional en vigor, ha pensado, y que como dice mi amigo Enrique, brillante y ecuménico cardenal andaluz, gozan ya de iure de menos derechos que las mascotas, con quienes tendrán que disputarse, cuando todo esto haya acabado, la hegemonía de los pocos espacios públicos urbanos que les van quedando, en unas ciudades cada vez menos sensibles y preparadas para cuidar (esa enorme responsabilidad que hoy más que nunca nos hace tensar las cuerdas del alma) de nuestros niños y jóvenes, condenados a su dosis de Netflix y Youtube en un país que a falta de científicos y pensadores, presume en los púlpitos de redes de fibra telefónica y antenas, que para esto nos hemos quedado.

Unas jornadas de aprendizaje en la tolerancia y la generosidad con los más cercanos, de extenuante alteridad digital con redes de amigos entre recuerdos, memes y la hermenéutica de la letra pequeña del BOE; de inesperadas olas de solidaridad y empatía creciente con vecinos y comunidades, marcadas por los ruidosos y expiatorios homenajes  que en el ocaso y desde nuestros balcones (convertidos en puertas del alma de nuestra sociedad) dedicamos a los héroes con mascarilla y uniforme que se juegan el tipo todos los días en nuestros hospitales, farmacias y supermercados.

Una semana de salir a dejar la basura en el contenedor más cercano con la inquietante impresión de estar adentrándote en un campo de minas vigilado por francotiradores chetniks, cambiándote apresuradamente de acera ante la perspectiva de cruzarte con alguien que, como tú, cumple con este último y discreto deber ciudadano del día, y que como tú, respira y exhala.

Unos días en los que nos invade la creciente sensación de estar entrando en una era en la que a fuerza de dudar y reconocernos pequeños e ignorantes ante la escala de esta morbosa pandemia, estamos aprendiendo a jerarquizar nuestros afectos y a organizar nuestro respeto y consideración por los saberes cultivados, volviendo la vista hacia los sabios, los hombres y las mujeres de ciencia, tras años de ceder las tarimas de la atención y la autoridad públicas a los traficantes de superficialidad intelectual y a las hordas de tipos que, autoelevados a la categoría de nuevos expertos del “How to”, nos enseñaban a utilizar cosas que inventaron otros; esas gentes que, como apuntaba mi amigo Carlos M., se elevaban sobre un océano de conocimiento, pero de apenas un centímetro de profundidad.

Un curioso tiempo en el que hemos podido ver cómo, ante la magnitud de la catástrofe económica coral que anuncian las trompetas del Apocalipsis, se han aflojado, sin necesidad de debate ni relajante muscular, las monolíticas reglas del gasto público, haciendo aflorar del fondo de la bolsa, centenares, miles de millones de euros que transitan veloces ante los ojos de un país de mileuristas, con un destino noble y necesario, el de ayudar a que nadie se quede atrás, autónomos mediante.

Un período de nuestras vidas en el que pese a su arrogante puesta en escena y su atrabiliaria ejecutoria pública, hemos visto especular, dudar y recular estrepitosamente a los mandatarios populistas -los propios y los foráneos- y a su corte de intoxicadores y forjadores de noticias falsas, sobrepasados por la letalidad del virus y su potencial impacto entre sus compatriotas. Una sacudida que los ha hecho descender ipso facto de la peana de omnímodos santos laicos desde la que suelen conducirse. Boris Johnson quiso ser el Winston Churchill del sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas y lleva camino de ser confundido con el caricaturizado mandatario protagonista de la ácida serie de la BBC,Yes Ministerrefugiado entre burócratas e irredentos aromas de Brexit.

Una etapa de nuestra vida que ha llegado sin llamar y en la que, ante lo extremo del desafío, hemos sentido la imperiosa necesidad de volver la vista con espíritu crítico y propósito de enmienda hacia la propia trayectoria vital, al propio ser y estar en el mundo, buscando restañar, sin mirar atrás, las heridas recibidas (y provocadas) por las decepciones personales, las deslealtades y los episodios más filosos de nuestro día a día pre-coronavirus entre antagonistas y competidores, pensando que todo pierde importancia y escala de magnitud cuando tanta gente entre nosotros puede ser la víctima descartada en un desgraciado triaje en una unidad de cuidados intensivos saturada.

Unas jornadas en las que hemos aceptado la vuelta de un Estado fuerte, omnímodo ante la adversidad, y en el que hemos delegado todo el excedente de confianza pública que nos quedaba, con la esperanza de que no lo malbarate y la creciente preocupación de que, cuando todo haya pasado, este estado de excepcionalidad democrática pueda convertirse en el pan de cada día, en una suerte de new normal institucional que se justificaría sobre la amenaza de una nueva crisis recurrente y el inquietante recuerdo de estas horas desgraciadas.

Un tiempo desnudo en el que querer y dejarnos querer, reivindicando el valor de las cosas sencillas, auténticas y esenciales, desprovistas de los artificios, los disfraces y la extraña pulsión que nos hace desintermediar el cariño acaparando cosas y objetos inútiles que lo sustituyen desnaturalizándolo, incapaces de recuperar el gobierno de nuestros sentimientos ni de encontrar tiempo ni valor para intentarlo. 

Una sesión continua que nos sitúa en la primera línea de butacas de un espectáculo político en desarrollo, con un guión incierto y unos protagonistas que -salvo excepciones en los ámbitos del poder territorial-  no logran hacerse con un papel que los desborda y empequeñece ante un atrezzo colosal, sin tiempo para ensayar antes de enfrentarse a un público nervioso y exigente, intolerante con las deslealtades partidistas, la jerigonza gubernamental y los recursos narrativos habituales de la comunicación política en tiempo de paz.

Un momento de liderazgos públicos emergentes segados por la gestión y la digestión del affaire coronavirus, retratados en su inacción, sus miedos, sus dudas, sus errores o su intolerable ventajismo político en los días primeros de esta pandemia, poniendo de manifiesto quiénes, entre los designados para decidir y actuar pusieron proa hacia el problema y supieron surfear la ola, quiénes fueron sepultados por la espuma y el limo del temporal y quienes, querido Sancho, aguardaron con la cabeza enterrada en la arena a que escampara el temporal, refugiados en la inanidad y la inmaterialidad de los relatos precocinados en los perfiles públicos de sus redes sociales.

Un tiempo que nos avisa de que cuando todo esto acabe y recuperemos un estado de aparente y progresiva normalidad y nos diluyamos, sin resistirnos, entre los vapores de nuestra arrebatada cotidianeidad, va a haber debates, prioridades y líderes políticos y sociales que, de repente, nos van a parecer viejísimos, desubicados y totalmente prescindibles. Me atrevo a anticipar que hay una generación de personas que ni remotamente pensaron en qué más podían hacer o aportar por el país que se van a sentir obligadas, interpeladas por este compromiso colectivo por arrimar el hombro hasta dislocárselo, asumiendo roles y posiciones públicas, empresariales e institucionales en las que puedan desplegar su talento y cumplir con este mandato debido a todos los que vienen detrás de nosotros.

Una estación en la que nos acompaña la creciente sensación de que el día después va a hacer falta gente (líderes y equipos) muy clarividente, capaz y motivada al timón de la nave, atendiendo la titánica batalla de la reconstrucción y la reparación de lo dañado, empeñada en resolver lo urgente pero sin descuidar lo importante, impulsando el diseño y la ejecución de estrategias para conquistar el futuro, pues la historia nos ha enseñado que no hay pueblo que sea capaz de sobrevivir ni progresar perennemente instalado en el duelo y la melancolía.

Unos días, en suma, en los que, si se me permite la autocomplacencia, haremos como aquel marinero que busca el abrigo de la costa conocida en la tormenta, volviendo la vista hacia la propia biblioteca, porque al final, como escribió Daniel Pennac y no me veo con argumentos para negarle la razón durante estos días oscuros,“estamos habitados por libros y por amigos”.

En mi caso, sé que cuento con buenos, leales y tenaces amigos a los que -somos los Loyolos- correré a abrazar cuando todo esto acabe, aunque probablemente entonces la del achuchón sea una práctica severamente desaconsejada por todos los protocolos rectificados de la OMS.

En cuanto al otro sustento de la vida según Pennac, que en su excelente Mal de Escuela reivindicó un lugar en el mundo para los zoquetes, tengo la fortuna de haber ido apilando durante los últimos años, de manera sistemática y casi furtiva y pidiendo perdón por colonizar una parte sustantiva del espacio útil de mi vivienda, una ingente colección de libros, con la sensación, tan desagradable a veces, de no llegar a encontrar el tiempo necesario para leerlos.

Con el convencimiento de que saldremos razonablemente bien de esta sacudida civilizatoria y mientras aprendo a convivir, siguiendo a Stefan Zweig, con esa angustiosa sensación de vivir siempre incluido en el tiempo, atrapado por la mano del destino que vuelve a meternos en su insaciable juego, voy a aprovecharme de esa tenacidad aprendida de la hormiga de la fábula de Esopo que me llevó a acarrear esos volúmenes hasta mi discreta biblioteca y ponerme al día con tantos autores y obras, empezando por aquellas que fueron escritas con la mirada y el optimismo puestos en el mañana. Para echar una mano. El mundo de ayer, pero el futuro, mañana. No hay otra.

Cuidaos.

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