la yoyoba / OPINIÓN

El metalenguaje de los antojos

20/04/2018 - 

A veces el cuerpo te pide cosas. Comer un plátano antes de acostarte, escuchar una canción descatalogada que solo conservas en vinilo o recibir un beso de buenas noches con aroma de Nenuco. Dicen los expertos que los antojos son un metalenguaje corporal con el que nuestro cerebro nos habla sin palabras. Mensajes enviados por nuestra intranet biológica que nos impulsa a rechupetear una onza de chocolate porque nos falta magnesio o a zamparte una bolsa de palomitas para engañar al estrés. Hasta ahora mi organismo debía estar bien equilibrado porque ha sido parco en señales. Yo no soy mujer de antojos, ni siquiera cuando el embarazo te pone las hormonas en ebullición. Recuerdo que el único capricho que me asaltó durante esos meses fue que se acabara la guerra de los Balcanes y ese insoportable asedio de Sarajevo que me provocaba arcadas y ríos de lágrimas frente al televisor. Pero últimamente tengo muchos antojos que no responden a fantasías culinarias.

Hay días que el cuerpo te pide cosas. Y te descubres releyendo lo que escribiste en tu diario adolescente, cuando el mundo se derrumbaba por un suspenso o porque el amor de tu vida había sacado a bailar a tu mejor amiga. Junto al diario tapizado con motivos japoneses está la caja de los cromos, una joya infantil que me ha acompañado en todos los traslados y que sigue ahí, esperando que un día se me antoje mirar esas estampillas recortables con los ojos de antaño: niñas rubias con tirabuzones, gatos, pájaros, tartas de chocolate o ramos de flores. Todos los gané con mis manos, enrojecidas de golpear los cromos sobre el umbral de cualquier puerta hasta que se volvían del revés y pasaban a formar parte de mi colección de tesoros dentro de una caja de Nivea. A veces el deseo viaja por otros derroteros y sientes la necesidad de escuchar voces antiguas que no habías recordado en años o el silbido de tu padre llamándote a comer. Cuando eso ocurre me pregunto qué le falta a mi cuerpo o a mi vida para que el cerebro se me haya vuelto tan exigente. Y, sobre todo, qué puedo hacer para satisfacerle. Eva Kemps, profesora de psicología de la Universidad de Flinders (Australia) aconseja que se sacien los antojos porque los deseos insatisfechos ocupan mucho espacio en nuestro disco duro mental y las tareas cognitivas se ralentizan. Ahora entiendo esa pereza neuronal que me asalta a menudo y me he propuesto dar rienda suelta a mis antojos. Pierdo el tiempo cambiando los muebles de sitio hasta convencerme de que la mejor disposición era la que ya tenían. Rompo a hablar en francés con el acento bruselense de Jacques Brel. Releo “Cien años de soledad” y me preparo “El corazón helado” en la mesita de noche por si acaso. Llamo a mi madre para que me recuerde por enésima vez la receta de las tortillas de bacalao. Bien, voy por el buen camino. Sin embargo, a mi cabeza también se le antojan desvaríos. Meterme en conversaciones ajenas para decir cuatro cosas a más de uno. Repartir hostias sin consagrar a los que intentan que comulguemos con ruedas de molino. Volver a los 25 como si no hubiera llovido en todo este tiempo, con el entusiasmo intacto y la capacidad de creerse las mentiras como si las escucharas por primera vez. Son deseos pasajeros que no puedo cumplir por un puro instinto de autoprotección. Intento decodificar esos mensajes suicidas que me envía el cerebro para decirme que le falta algo, algún nutriente, yo que sé. Pero solo se ocurre que, después de tantos años de democracia, quizá me esté alertando de que padezco un déficit de libertad. De expresión. A ver si con las 635  palabras de esta columna lo sacio hasta la semana que viene.

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