ALICANTE. En este Año Sorolla, está pasando desapercibida, sobre todo en medios nacionales, la relación que mantuvo Joaquín Sorolla con la provincia de Alicante. Recordemos que se desplazó hasta en seis ocasiones y que visitó una docena de sus poblaciones, permaneciendo casi nueve meses en total, lapso de tiempo en que ejecutó centenares de obras, muchas de ellas consideradas como las más relevantes de su legado. Y tampoco debemos olvidar sus lazos de amistad con intelectuales y artistas alicantinos.
Esto será, pues, lo que abordaremos aun sucintamente en las líneas que siguen basándonos, principalmente, en los escritos de los historiadores David Gutiérrez Pulido y el alicantino Joaquín Santo Matas, fallecido hace ahora un año, cuya aportación cultural sobrepasa ampliamente el ámbito histórico de su especialidad.
A finales de 1895, Sorolla recibió el encargo de pintar una serie de paneles sobre el proceso de la obtención del vino. Buscando escenarios que lo inspirasen —era un pintor naturalista y la invención no cabía en su mente—, diversas personas le aconsejaron que se desplazara al litoral norte de nuestra provincia. Aceptó la sugerencia y el mes de octubre del año siguiente cogió sus bártulos y se dirigió a la Marina Alta. Pasó un día en Dénia, pero no encontró viñedos con gente recolectando uva, que era el primer paso de dicho tema pictórico; aunque descubrió, de forma casual, el rico universo de la producción de la pasa del que tomó nota. Y no sería de extrañar que algún lugareño instruido le informara de que, precisamente, esa uva seca alicantina la menciona Daniel Defoe en su Robinson Crusoe.
Prosiguió su camino y pisó Xàbia donde sí halló el tema que buscaba, además de ver que allí también se desarrollaba la industria de la pasa. Pero el mismo día de su llegada se topó con algo que cambió su horizonte creativo: su paisaje. Enseguida telegrafió a su esposa Clotilde (hecho inusual pues solía escribirle cartas): “Jávea sublime, inmensa, lo mejor que conozco para pintar. Supera a todo. Estaré algunos días”. En este primer viaje, en el que estuvo una semana, recorrió su extenso término y pintó sus primeros óleos. Además, hizo un hueco para saludar a unos viejos amigos que vivían en Jesús Pobre y donde, probablemente, también pudo contemplar el mundo de la pasa, común a toda la comarca
Un par de años más tarde efectuó un segundo viaje a Xàbia que se prolongó el doble de días; y otros dos más a principios del S. XX, acompañado por su familia, permaneciendo en cada uno dos meses y medio. Durante sus estancias en tierras xabieras ejecutó 134 óleos y más de 200 dibujos en los que plasmó la más diversa temática: la elaboración del vino y de la pasa, parajes costeros y rústicos, escenas costumbristas… En ese tiempo siguió haciendo excursiones por localidades cercanas como Moraira, donde pintó dos óleos. No volvería a la comarca hasta 1919.
Sorolla guardaba amistad con diversas personalidades de la sociedad alicantina; y, según apuntan algunas fuentes, Rafael Altamira, Vicente Bañuls y Heliodoro Guillén, conocedores de la calidad de Emilio Varela, lo recomendaron a Sorolla para que se formara en su estudio. Este lo admite y en 1905 parte para Madrid. Varela llegó a ser su alumno predilecto e, incluso, llegó a llamarle cariñosamente Varelita.
Participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1906 con un cuadro que recibió una Mención Honorífica, distinción de gran valor y más para un desconocido pintor de provincias de tan solo 19 años. Desgraciadamente, Varela tuvo que regresar a Alicante al año siguiente por razones económicas y no volvió a coincidir con su maestro hasta una década después.
El Palmeral esquivo
Entrado el S. XX, The Hispanic Society le encargó a Sorolla catorce enormes paneles con motivos españoles para exponer en su sede neoyorkina, y uno de los que eligió fue El Palmeral de Elche. Así que a finales de septiembre de 1918 marchó en tren a Alicante, junto con su hijo, donde se reencontró con Guillén y Varela que lo acompañaron a Elche para ver el Palmeral y tomar apuntes. “Elche es muy interesante para la obra por lo original, no parece Europa, es algo raro tantos miles de palmeras”, escribió a su esposa. Pero la circunstancia de ver dátiles sin madurar y la terrible epidemia de gripe que azotaba la ciudad lo retraerían de esa localización muy a su pesar. Curiosamente, en el trayecto se fijó en un palmeral que había a la salida de Alicante que le hizo pensar que podría ser una alternativa.
Finalmente, a mediados de octubre, obsesionados por contagiarse, los Sorolla volvieron a Madrid. Regresó un mes después, esta vez en compañía del pintor Alfredo Carreras; y, mientras decide qué hacer, se entrega a la dolce far niente: paseos por la Explanada y el puerto, acude al Teatro Principal, al cine y a los balnearios del Postiguet... "Esta vida tranquila no es mala, pero hay que acostumbrarse a ella, ¡quizás es la mejor del mundo!", manifestó en ese ínterin. Pero ese solaz termina cuando su amigo Juan Soler le ofreció pintar en su finca a las afueras de Alicante, que también albergaba un palmeral, precisamente el que había visto. Aunque de menores dimensiones que el de Elche, aceptó entusiasmado pues le servía para su obra.
Enseguida se puso en marcha y con la ayuda de Carreras y Varela prepararon su estudio al aire libre. Fijaron el enorme lienzo en el terreno y dispusieron el tinglado para trabajar en las partes más altas. Mandó construir un horno igual a uno que había visto en Elche, solicitó que localizasen a modelos (que percibirían su correspondiente remuneración) y encargó que le hicieran un reportaje fotográfico del palmeral ilicitano. Es decir, aunque la pintura se realizó en Alicante, se basó en las estampas de Elche.
En una entrevista que concedió a un diario en diciembre le preguntaron “¿Cuánto tiempo espera usted permanecer aún en Alicante?”, a lo que respondió “Todo el mes, pero el clima este es tan agradable que estaría aquí toda mi vida”. Los Guillén, que solían invitarlo a su casa, un día le prepararon un arroz con costra que le impresionó: "¡Un plato alicantino riquísimo!".
Con el fin de no paralizar la obra, pasó las Navidades en Alicante. El día de Nochebuena compró en la feria cascaruja y juguetes para su nieto, jugó al billar en el casino, cenó en casa de los Guillén y luego acudieron a la Misa del Gallo en San Nicolás". Visitó a finales de año a Óscar Esplá en su finca de Santa Faz en compañía de Carreras y Varela. Esplá comentó que durante el encuentro Sorolla afirmó lo siguiente sobre Varela: “Este chico ve el color mejor que yo, será un pintor extraordinario”. Unos días después, Sorolla realizó otra escapada a Busot.
Finalmente, el 9 de enero de 1919 terminó el Palmeral, y hasta que se secara decidió seguir conociendo la provincia. Visitó Benidorm, Calpe, Gata y, de nuevo, Dénia y Xàbia; y unos días después Orihuela donde admiró su rico patrimonio artístico, incluyendo sus Salzillos. Entre ambos viajes, se le rindió un homenaje en el Club de Regatas con un banquete a base de ostras, salmón, solomillo y otros manjares regados con Riojas, Biscuit glacé y Tortada de Elche acompañados de Moët & Chandon, y todo ello amenizado por un sexteto.
Ya seco el lienzo, lo facturó en tren y el día 19 regresó a Madrid. Joaquín Sorolla no volvería más a tierras alicantinas. Falleció cuatro años después.