Este año que ya llama a la puerta sí nos va a regalar un efecto tecnológico universal, no como lo que pasó a la entrada del 2000. Entonces, los apocalípticos vaticinaron un despliegue de hecatombes, con caída de aviones en picado incluida, en la que la irrupción de cuatro nuevos dígitos presagiaba un colapso de ordenadores que desembocaba directamente en las aguas del Leteo y nos obligaba a abandonar toda esperanza, como escribió Dante. Para 2021, no nos hace falta eviscerar perdices para leer los augurios, sino simplemente asistir al desfile de primeros y segundos y enésimos vacunados que aparecen en los medios de comunicación. La manipulación científica del ARN nos deja en manos del nuevo efecto 2021, consistente en dejar atrás progresiva y cuidadosamente este año ya decrépito que sigue empecinado en sacar sus garras y arañarnos cuerpos y almas. 2020 ha sido el año de la ciencia, el de la cooperación internacional, el de tránsito hacia un futuro que nos empeñábamos en rozar con los pies como el que calibra la temperatura del agua de la piscina. Nos ha hecho falta una pandemia feroz para darnos cuenta. Pero ya estamos en lo que vendrá.
Supongo que cada cual ha superado las dificultades como ha podido. Los habrá que se hayan sacudido el polvo de los hombros tras precipitarse desde un rascacielos, como en el chiste. En mi caso, he procedido a desaparecer. Todo lo posible, claro. Me he desprendido de gustos, aficiones, ilusiones y fantasías, con el único objetivo de viajar ligero de equipaje y poder cargar un quintal de miedos y frustraciones que se han ido acumulando desde marzo. Mi efecto 2021, además, sumará en cuanto se pueda el desprendimiento de traumas y prevenciones que he acarreado como manera de estar permanentemente alerta con el uso de mascarillas, el lavado de manos, el mantenimiento de distancias y todo lo que viera indispensable para mantener a salvo a los míos. No lo he llevado muy bien, así que deposito mis esperanzas en el efecto 2021, y que se jorobe Dante. Iba a poner ‘que se aguante Dante’, pero sonaba a ripio.
No me ha resultado difícil desvanecerme, por otra parte. Mi segundo apellido es Martínez, lo cual siempre confiere una enorme disposición al camuflaje, como a los Sánchez o los García. Y que, lógicamente, se transmite de generación en generación. Mi madre, una vez, llevó a mi abuela, que ya había cruzado la frontera de los 90 años, a misa. En un momento dado, la abuela desapareció. Tras buscarla un rato por la iglesia, resultó que estaba sumergida en las sombras, al final del templo, junto a la salida. Mamá, qué haces aquí, preguntó mi madre. Y mi abuela respondió que se había escondido porque no quería que el Señor se acordara de ella. Y lo cierto es que eludió la muerte casi hasta los cien años. Somos huidizos, los Martínez, y en ocasiones tenemos mucha gracia. De aquí al verano, según aseguran los que saben, iremos saliendo otra vez a la calle, ya sin miedos ni frustraciones, a celebrar el triunfo de la ciencia. Y dejaremos que la vida vuelva a acordarse de nosotros. Es el efecto que todos deseamos, incluso aunque no lo sepamos. Y que esta vez sí se hará realidad. Feliz 2021.