No sé si les ha pasado, pero más de una vez al entrar a una tienda, a los pocos minutos se me han quitado las ganas de comprar en ella por la mala educación de sus dependientes. Eso de llegar, decir buenos días y que te miren como si fueses una especie de ser extraño que ose saludar a desconocidos. En ocasiones, al ojear un comercio y ver que nada de lo que tienen en sus estantes despierta en mí el menor interés me da cierta satisfacción, alivio por no contribuir a esa sensación de impunidad de poder tratar con indiferencia al cliente y que el mundo siga girando. Desprecias al comprador, pero te da igual porque la gente va a seguir viniendo a tu tienda a comprar. Se aprovechan de ese círculo vicioso, del erotismo masoquista del cliente maltratado que no pone límites. En Sídney hay un restaurante llamado Karen´s Dinner en el que su principal reclamo es que los camareros insultan a los comensales al ser atendidos; me sorprende que haya gente que pague por eso.
En 1909 el empresario Harry Gordon Selfridge acuñó la famosa frase de “el cliente siempre tiene la razón” con la que pretendía alentar a sus empleados para que cuidasen al máximo sus necesidades. Esa frase, evidentemente, representa una de las grandes mentiras del marketing. No siempre el que compra tiene la verdad absoluta, y en ocasiones esa afirmación puede ser utilizada para su propio beneficio. En un mundo ideal quizá hubiese tenido sentido, pero en esta sociedad imperfecta en la que vivimos es peligroso otorgar todo el poder al que paga; se corre el riesgo de que el dependiente sea visto como una especie de siervo o pelele, no habría una igualdad real entre el vendedor y el comprador.
Cuando Mercadona empezó a dominar el sector de la alimentación llamó la atención la nomenclatura con la que se referían al cliente en el argot interno de la empresa: el jefe. Era por así decirlo como una deconstrucción de la consigna de Selfridge pero mucho más aterrizada. Tiene cierto sentido pensar que el consumidor tiene un papel fundamental en la cadena empresarial porque si este no está contento con el servicio no comprará en esa tienda y si eso se acentúa la compañía no venderá y tendrá que despedir a empleados. En el sector servicios el cliente contribuye al sostenimiento de las nóminas de la plantilla; cuanto más vendas, más dinero tendrás para sufragar los gastos, cuanto menos gente vaya a tu tienda, menos capital contarás para afrontar contrataciones. Lo explico porque a veces algo tan obvio se pasa por alto.
No se acuerdan de la importancia que tiene mimar la experiencia del cliente, y menos ahora que está de moda eso de poner límites al tiempo de consumición en los bares. Si te pides un café puedes estar quince minutos, si te pides una cerveza veinte y si almuerzas como mucho te dejan veinticinco; va a haber que ir a desayunar con esos relojes que se usan en las partidas de ajedrez. Cuando voy a una cafetería a leer el periódico y me pido un cappuccino casi siempre sufro las miradas acosadoras de los camareros, se apresuran a quitarme sutilmente la taza en cuanto me he terminado la última gota de cafeína, al hacer el leve gesto de beber se mantienen alerta para ver si queda libre esa mesa. Uno paga más en un bar por su consumición para cambiar de aires y no hacerlo en su casa, si vas a estar pendiente de si me voy o no al final prefiero no salir.
Luego están los que cuando te atienden lo hacen con la cara mustia y con unos modales impropios de alguien que se dedica a la atención al público; van con un talante de perdonavidas, de como si te estuviesen haciendo un favor por prestarte atención. Se dan tratos que hace no tanto eran impensables. Recuerdo hace un tiempo que fui a comprar un regalo y cuando le pregunté a la dependienta si lo envolvían me dijo que ellos me daban el papel para que lo hiciese yo mismo; una representación a la décima potencia del desprecio al cliente. El otro día iba caminando por la calle, me paró una captadora de una ONG, le dije que tenía prisa y al ver que previamente había estado ojeando las portadas de los periódicos en un kiosco me aseveró que muy liado no estaría para pararme treinta segundos a ver la prensa. No di crédito, es como si ahora los jefes fuesen ellos, pero además de esos que te controlan el tiempo que vas al baño en tu jornada laboral.
Habría que plantearse quizá el emprender una gran renuncia clientelar, negarnos a consumir en todo comercio que tenga dependientes irrespetuosos. Quizá así tendrían más cuidado a la hora de dirigirse a los clientes, que al fin de cuentas son los que hacen que las cuentas cuadren.