El cartel de las verbenas de julio se abre en el Valle de los Caídos y, como siempre, nos pilla con el paso cambiado. Y eso que llevamos cuarenta años entrenando en el sambódromo de la Democracia, que es nuestra particular manera de escapar de aquel siniestro carnaval con bigote y marchas militares. Pero sufrimos la eterna condena de ser un pueblo que prefiere dejar las cosas para otro día, no sea que nos vayamos a sincronizar con los demás. Ni la danza del sol sabemos seguir, aún con el horario de aquel Berlín, también con bigote y marchas militares. Eso sí, como el pasodoble lo bordamos, enseguida resuenan los clarines, a la que volvemos a pedir la misma canción. Y mientras, Franco sigue esperando a que le saquemos a bailar en el salón de los pasos muertos, sentado en una silla, con su billetito en la mano y un ligero mohín en los labios, como las damiselas del XIX.
A la yenka del mausoleo con el que Franco se quiso eternizar le toca ahora el pasito hacia delante. El Gobierno de Pedro Sánchez llega con el cuerpo de jota y sabe que no dispone de demasiado tiempo para moverse antes de que apaguen las luces de la discoteca, hasta la próxima legislatura. Así que planea sacar los restos, redefinir los espacios, dar varias capas de pintura color memoria y abrir las ventanas para airear unas estancias que ya olían a cerrado incluso antes de que las inauguraran. Demasiado ritmo para un lugar acostumbrado a la solemnidad y las vueltas en círculo de los concursantes de un maratón de baile que ya dura demasiado. Y probablemente, ahí seguiríamos, danzando y danzando como malditos si no fuera porque, en esta ocasión, tanto la Iglesia como los familiares del dictador han decidido abandonar el certamen. Hacerse a un lado. Dar vía libre a la muchachada que ya no baila agarrada, como en sus tiempos. En la partitura gubernamental ya suena el himno de los abogados.
Hay que aprovechar el despiste, la desgana o, simplemente, que los Franco sigan sin tolerar las visitas en sus dominios, ni siquiera la de sus hinchas, y prefieran que los restos se abandonen a veinte millas de la costa, como hicieron los marines con el cuerpo de Bin Laden, para evitar alborotos y peregrinaciones. La gran pesadilla de las tiranías es carecer de herederos, porque saben que sin ellos se les niega el pan, la sal, el legado y la eternidad. También hay que aprovechar uno de los pocos motivos por los que los españoles podemos sacar pecho, ahora que la Selección vuelve a estancarse en los octavos, que es el de haber sabido contener a la extrema derecha como no lo ha sabido hacer nadie en la vieja Europa. Porque los ultras de la nostalgia que casi ninguno vivió son pocos, los medios de comunicación que les dan voz venden aún menos que los demás y los partidos que más cerca están de sus posturas saben que tienen que disimular tendiendo hacia el centro para que sus resultados no sean exiguos. Es el momento de hacer desaparecer los restos de Franco para que nadie le olvide. Arrancar por fin la losa que tanto tiempo hemos soportado sobre nuestros hombros. Convertir este país en todo lo que él odiaba. Y poder, al fin, bailar el tango de su derrota.
@Faroimpostor