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la yoyoba / OPINIÓN

Día de difuntos

2/11/2018 - 

Mi primer muerto se suicidó. No le pongo cara ni nombre pero casi medio siglo después su recuerdo me sigue poniendo los pelos de punta, igual que aquella primera vez en que gané una apuesta infantil para ver quién era más valiente. La valentía consistía en acercarse a la casa del difunto y contar al resto de la pandilla lo que allí sucedía. Mi cerebro archivó esa imagen en el lugar privilegiado que ocupan las novedades vitales: la primera noción de que la vida es efímera, el primer beso, el primer coito, el primer empleo o el primer despido. 

Con el halo amarillento de una vieja fotografía, vuelvo a ver aquella calle oscura, la casa humilde y una ventana entreabierta por la que se veía un ataúd descubierto en el medio de la estancia. Paredes blancas, mujeres con velos negros, lamentos y preguntas que el finado se llevaba a la tumba sin responder. Esos porqué me espantaron más que todos los llantos. Un miedo íntimo que jamás conté a la chavalería que esperaba ansiosa mi crónica de sucesos. 

Esa temprana incursión en las ceremonias de la muerte me obligó a ejercer de valiente en muchas otras ocasiones en las que había de encabezar excursiones al cementerio para avistar ánimas la noche de difuntos. Creo que fue entonces cuando me aficioné a los otros barrios en los que no hay riesgo de despoblamiento. 

Los cementerios guardan la historia tatuada en sus lápidas, en sus muros, en los libros de registro. Incluso en las fosas comunes donde se arrinconan los olvidados y se acalla la voz de los proscritos. Lo que más me gusta es leer epitafios, esos relatos breves que sirven de pasaporte entre la vida y la muerte. Un género híbrido entre la literatura y la información con el que nos adentramos en la posteridad. 

Un ejercicio de síntesis vital de “coentor” y genialidad que oscila entre el manido “tu familia no te olvida”, la sencillez poética del “Me llaman” de Emily Dickinson o la eficacia de un grabado junto a una lápida ilegible en el cementerio de Castellón donde reza: “Tu sobrino, J. Llorens de Vila-real. Telf. 96453XXXX. Llámame”. Detrás se esconde la indiana Ángela cuya vida ha merecido el segundo premio del concurso de la revista digital “Adiós cultural” a la mejor historia documentada en un cementerio. 

Las ciudades de los muertos son una réplica de las ciudades de los vivos y la historia también se reescribe en ellas. Miguel Hernández ha sido un nómada en el cementerio de Alicante. Ninguneado durante la dictadura en el casi clandestino nicho 1009 donde solo rezaba su nombre y su oficio, poeta, ahora luce una tumba de mármol blanco en un lugar privilegiado del cementerio. No sé si es lo que él hubiera querido. 

En el cementerio de Alcoi los muertos van por barrios: la burguesía en los panteones, el cenotafio para los personajes ilustres, los militares por un lado, los religiosos por otro y los apestados en el cementerio civil. Allí yace Teresa, una ilustrada espiritista aficionada a la astrología que murió a principios del siglo pasado. En su lápida, una fotografía de la interfecta leyendo El Heraldo de Madrid y un epitafio donde la difunta se despide con un escueto “Me voy al espacio”. Lo que habría dado yo por conversar  con esta mujer que tenía tan claro dónde iba. Quizá también tenía respuesta para esa pregunta que repetían como un salmo ese grupo de mujeres de negro que velaba aquel primer suicida de mi infancia. 

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