Sobre por qué el ser humano se entrega al movimiento y goza observando otros cuerpos en acción
VALÈNCIA. “Primer compás/ para danzar por la muerte/ el mundo abría los ojos para verlos bailar/ mover el pie derecho y cerrar los ojos/ el mundo se mantiene balanceado en sus pies/ corazón cabeza/danzar para renombrar el territorio/ danzar se parece a veces a hablar con Dios”. En estos versos de su poema ¿de qué hablo cuando hablo de bailar?, Ingrid Bringas disecciona las entrañas emocionales de eso que llamamos danza. Una disciplina a la que buena parte de los terrícolas se entregan de vez en cuando con mayor o menor destreza.
Tomamos el guante lanzado por Bringas y también en Culturplaza nos preguntamos de qué hablamos cuando hablamos de bailar. Algunas propuestas: hablamos de la danza como manifestación artística, pero también como vehículo de goce festivo. De coreografías profesionales en teatros y de veladas sandungueras con amigas. De artefactos para la expresión individual y colectiva. De bailes que albergan el sentir milenario de una población y de piezas rupturistas que hacen saltar por los aires los cánones. De rituales y de nuevos caminos artísticos. De bailar en la cocina y de acudir a un estreno de una coreógrafa requeteprestigiosa. Hablamos de cuerpos en movimiento, de cuerpos políticos, de cuerpos diversos. Hablamos de la conexión de una bailarina con sus propias pulsaciones, pero también del diálogo que se establece entre la humana que baila y la que contempla a otras bailar.
El pasado 10 de abril, Dansa València cerraba su 35ª edición. Tras una semana en la por la ciudad ha brotado el arte en movimiento, es un momento tan oportuno como otro cualquiera para interrogarse sobre las motivaciones del baile en sus distintas vertientes y sobre la impronta que dejan tanto en quienes lo ejecutan como en quienes siguen los trazos invisibles que brazos, piernas, troncos y cabezas dibujan en el aire. Da igual en qué rincón o instante cronológico coloques la lupa: hay altas probabilidades de que encuentres un buen puñado de coreografías arraigadas a su ADN. Y es que, el baile, con sus diferentes ropajes y rutinas, es una constante en todo tipo de comunidades. Así lo cuenta María José Mora, directora de Dansa València y coreógrafa: “la danza, antes de ser una manifestación artística codificada como tal, ya existía como algo innato al individuo. Hay algo en ella que nos conecta con nuestras raíces, y eso en otras artes no lo tienes. En todas las culturas encontramos bailes. En los inicios de la humanidad, las dos grandes tradiciones eran la narración oral y la danza, que se empleaba para celebrar ritos, marcar la recogida de la siembra o como una forma de dar las gracias a distintas divinidades… El baile siempre ha estado presente como una manera ritual de compartir, pero también para disfrutar en compañía”.
En ese sentido, Rocío Pérez, bailarina, coreógrafa y profesora del Conservatorio de Profesional de Danza de Valencia, considera que la danza constituye “algo común para todos los individuos desde tiempos ancestrales, porque todos tenemos un cuerpo, un pensamiento, una memoria y una capacidad de percepción. Aunque se traduzca en manifestaciones diferentes, lo importante es que todos nos encontramos en el cuerpo en el que estamos. Ese cuerpo es un instrumento y una de las maneras que tiene de expresarse es moviéndose al compás de un ritmo o una música”.
Y es que, si hablamos de bailar, hablamos, impepinablemente, de corporalidad. Extremidades que se contraen y se expanden; torsos que se retuercen y se estiran, figuras delicadas, rotundas, desmadejadas; anatomías que juegan a la geometría variable. Anatomías con ansias de expresión. Lo apunta Mora, la herramienta fundamental de la danza “es el cuerpo y el cuerpo tiene una fuerza y una potencia por la que, si ves a otro bailar, estás viendo a otro como tú. Y más ahora, que muchos proyectos llevan a escena cuerpos que se salen del estándar normativo, que intentan ser un reflejo de la sociedad. También hay muchas propuestas en las que personas sin formación coreográfica trabajan en procesos creativos junto a profesionales”. En la misma línea, Pérez reivindica que “el cuerpo es político y, por tanto, en el momento en que se pone en escena ya está comunicando. El cuerpo en sí mismo no puede dejar de comunicar”.
De hecho, como resalta la investigadora y docente en el Conservatori Superior de Dansa de València Carmen Giménez Morte, en cuanto un individuo aparece en escena, arranca la transmisión de información, no hay alternativa: “un cuerpo, aunque esté inmóvil, siempre está expresando algo, incluso si no quiere hacerlo. Tenemos ejemplos como el del bailarín y coreógrafo Merce Cunningham, quien a mitad del siglo pasado, pretendía mostrar puro movimiento en el espacio y el tiempo sin ninguna emoción… Pero nosotros como espectadores siempre vamos a interpretar lo que vemos por lo que, aunque no sea la voluntad del autor, siempre vamos a darle un significado aunque en su origen no lo tuviera”. Como comenta Pérez, “la persona que se pone en escena desea que el público se sienta afectado por lo que observa y, para ello, debe crear estrategias comunicativas mediante el movimiento. Pero, al mismo tiempo, para una bailarina es imposible conectar con el público si no conecta antes consigo misma y con su propia interpretación. Cuando te mueves, es todo tu ser el que habla, aunque no sea a través de las palabras”.
Cuando hablamos de bailar, hablamos también de observar a ese otro que baila. Hablamos de ser espectador de una anatomía ajena que se agita y de dejarse llevar por ella. “Aunque algunas personas que no son próximas al lenguaje abstracto de la danza puedan sentir recelos hacia ella, si se acercan, establecerán vínculos con esos movimientos porque se dirigen a sus sentidos más primitivos. Tenemos miedo a aquello que no entendemos al 100%, pero la danza no siempre hay que entenderla. Hay piezas en las que el mensaje es el propio movimiento coreográfico que genera y transmite emociones. Sucede igual con el arte contemporáneo”, señala Mora. De hecho, Giménez anima a cambiar radicalmente el prisma y enfocar cada espectáculo como “una experiencia expresiva a través del cuerpo que debemos vivir y percibir, en lugar de plantearnos si lo estamos entendiendo o no”.
Según en qué horizonte creativo, temporal y geográfico nos situemos, la frontera entre espectador y creador se vuelve más o menos porosa, más o menos permeable. Así, según indica Giménez, “durante el Renacimiento se combinaba el doble rol de, en un momento, ejercer de bailarín y, en la siguiente pieza, pasar a ser público: la cuarta pared no existía, se fue construyendo cuando estos espectáculos comienzan a desarrollarse en espacios como los teatros a la italiana, donde está muy clara la diferenciación entre la zona reservada a la audiencia y el escenario”. En cuanto a las danzas rituales tradicionales, explica la investigadora que “según la cultura en la que nos centremos encontramos algunas en las que está muy claro el papel diferenciador entre quien observa y quien está bailando, y, en otras culturas, ese intercambio es mucho más fácil y los intérpretes entran y salen de la representación de forma fluida”.
Respecto a las manecillas del ahora, la investigadora señala que la relación entre el espectador, los intérpretes y los coreógrafos “es lo que más ha cambiado con la danza contemporánea, pues se intenta conectar con el público, dándole mucho más protagonismo. De hecho, en algunas piezas es la audiencia quien construye la obra, ya que sus acciones determinan ciertos momentos de la producción. Ya no es solamente una coreógrafa quien toma todas las decisiones, sino que, a través producciones educativas o sociales, se están rompiendo esas barreras de la puesta en escena. Es una manera de democratizar la danza”.
Si el Homo sapiens miles de años lleva dando brincos, no es de extrañar que la danza cuente con un puñado de ramificaciones bien diferenciadas según su origen, su composición, su finalidad o los códigos que maneja. A este respecto, Giménez subraya que “todo lo que hoy llamaríamos danza escénica tiene su propio recorrido histórico y ha tenido diversas funciones artísticas según su época. Luego tendríamos la danza como pura diversión, como ocio, pero también como ritual social, como una forma de entender las relaciones interpersonales; eso puede verse en las propias estructuras de esos bailes. Y, por último, encontramos la danza como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, un reconocimiento que le otorgó la UNESCO en 2003 y que insta a que los diferentes Estados e instituciones deben ocuparse de salvaguardar esta manera de entender el arte. Ahí quedan englobadas tanto las piezas tradicionales como las producciones escénicas que tienen que trasladarse a futuras generaciones para que no se pierdan”. Precisamente sobre este último cajón de compases se detiene Pérez para reivindicar que “el folklore es un punto de encuentro para la comunidad. Aunque en ocasiones no le reconozcamos su valor, esa unión a través de las danzas populares es muy importante para una sociedad porque atesora su memoria como pueblo”.
No podemos olvidar que en estos 300 años de pandemia (si no está durando tanto, al menos lo parece), hubo una larga temporada en la que no estuvo permitido bailar. Recordamos esos conciertos atrapados en nuestra silla, danzándonos encima con cada canción; ese anhelo de grandes éxitos verbeneros y coreografías improvisadas sobre la marcha. “El baile en una discoteca es ocio, pero también es comunión con sujetos, una forma de conectar con el otro y desconectar del resto de asuntos del mundo. La danza como actividad lúdica, como disfrute, es maravillosa. En el momento en el que te dejas llevar por el movimiento, tu cuerpo ya no es el mismo ni sientes de la misma manera. Y eso sucede tanto si eres bailarina profesional como si solo bailas por diversión con tus amigas”, resume Pérez. Sobre ese éxtasis que supone menearse al ritmo de la música, Mora recuerda que en la reciente edición de Dansa València se celebró “una batalla de hip hop en la Plaza de la Virgen. Cuando el jurado se fue a deliberar, se puso música en la plaza y el público que había acudido a ver el espectáculo se puso a bailar de manera espontánea en el espacio público. Todo el mundo bailó. A la gente le gusta bailar porque es un modo de expresión y el ser humano es un ser expresivo. Además, bailar acompañados de otros supone compartir experiencias, espacio y tiempo con nuestros semejantes”.
Como recordatorio para la próxima vez que tengamos la oportunidad de darlo todo en la pista, nos marcamos a fuego una última frase de Rocío Pérez: “Hay que bailar sin parar”. Y, de propina, recordamos que “danzar se parece a veces a hablar con Dios”.
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