Nada más abrir la puerta, notó que algo no iba bien. La casa estaba a oscuras y no se oía ni un ruido. Pero lo que más le inquietó es que Billie Jean, la perra, no había venido a saludarla. Encendió la luz del recibidor para colgar la mascarilla y descalzarse. Extrañada del silencio, se dirigió al baño de invitados, que quedaba más cerca, para lavarse las manos, sin siquiera quitarse el abrigo. En el espejo comprobó que tenía una pinta horrorosa, después de doce horas intensas de trabajo. Al acabar, se secó, dejó la toalla de cualquier manera sobre el lavabo y casi corrió a la cocina, la primera puerta del pasillo. Allí estaba Billie Jean. Desde un rincón, con la cabeza gacha, apenas se atrevía a mirarla. La cesta de los aperitivos estaba desparramada por el suelo y había sido capaz de desgarrar una bolsa de patatas, de la que apenas quedaba la mitad. Una montaña de platos la esperaba en el fregadero. Pero ni rastro de su marido ni los niños.
El siguiente cuarto era el despacho. Con un pequeño sobresalto, comprobó que la pantalla del ordenador mostraba el mensaje que su marido había puesto de salvapantallas. Ponte a currar, ponte a currar. El móvil estaba allí, con varios avisos de llamadas y mensajes de whatsapp. Ponte a currar, ponte a currar. La luz estaba apagada, como si hubiera abandonado su puesto antes de que llegara la noche. Aquello ya no era normal. En un año así, nada podía dejar de resultar sospechoso. En nueve meses intensos de dedicación ininterrumpida había visto pasar de todo por el hospital. Empezó a asustarse. Comprobó su móvil, que no había encendido al acabar la consulta. No tenía más que felicitaciones de sus compañeros y amigos. Ningún mensaje de la familia.
La habitación del mayor estaba vacía. Su cuarto, también. La cama estaba arreglada, pero ni siquiera eso la tranquilizó. Miró hacia atrás, para ver si Billie Jean la seguía, pero se había quedado sentada en la puerta de la cocina. Entró en el baño del cuarto pero no encontró a nadie. En ese momento sonó una sirena por la calle y escuchó cómo la vecina de arriba gritaba a sus hijos. Pero en casa, nada. Salió al pasillo. Se le hizo más largo de lo habitual. Al tocar el pomo de la puerta del cuarto de la pequeña, suspiró. Tomó aliento y abrió.
La luz de la tablet iluminaba la estancia. Su marido y el mayor estaban acurrucados y dormidos en el sillón, mientras la pequeña seguía atenta desde el parque una película de dibujos animados, con media pelota de plástico de un juguete que le habían regalado para su primer cumpleaños en la boca. El volumen estaba al mínimo, vaya a saber por qué. La niña se sacó la pelota de la boca y se la ofreció, como si fuera un chupete. Su marido y su hijo ni se movieron. Billie Jean se asomó por la puerta, con la cabeza aún gacha pero meneando el rabo. Estuvo a punto de soltar una lágrima de alivio, pero, en vez de eso, sonrió. Todo está en orden, pensó. Y con los chicos dormidos, es el momento idóneo para envolver los regalos. Fue entonces cuando se quitó el abrigo y dejó que cayera al suelo, donde la perra se entretuvo en olisquearlo.