La desaparición del pequeño Gabriel dejó nuestras constantes a niveles sanguíneos. Fue como si la falta de uno solo de nuestros glóbulos rojos impidiera el correcto funcionamiento de nuestro torrente vascular común. No bombeaba nuestro corazón, no nos entraba aire en los pulmones, no sabíamos enfriar lo suficiente nuestro cuerpo para poder conciliar el sueño cada noche mientras seguía su búsqueda. Fue un fenómeno global con los argumentos necesarios para crearnos una buena historia de esperanza y solidaridad. Había un niño, unos padres, un mapa bien cuadriculado, un afán minucioso y amateur, un enigma y el desenlace de un caso similar reciente, el de Diana Quer, que había generado cierta electricidad en nuestra piel. Era el momento preciso de ser mejores y no dudamos en intentarlo.
La muerte del pequeño Gabriel, sin embargo, se ha convertido en el troyano que nadie quería recibir y ha desconfigurado todo nuestro sistema operativo de sociedad bien avenida. El peor de los escenarios posibles ha trastocado el organigrama de este país, como si de aquel maletero de coche hubiera salido algo mucho peor que el mero y estremecedor cadáver de un niño. Tras la detención de Ana Julia, presunta asesina, las personas hemos empezado a funcionar como jaurías, los periodistas y políticos hemos empezado a funcionar como personas y la familia de Gabriel ha empezado a funcionar como los psicólogos que tanto van a necesitar para barnizar el propósito imposible de superar la muerte de una sonrisa a la que aún le faltaban unos dientes por cambiar. Pero las personas no deberíamos ser nunca jaurías, sino expresiones individuales de un argumento o su contrario. Los periodistas jamás tendríamos que ser personas, al menos no antes de entregar nuestras crónicas firmadas, sino unos fríos artesanos de unos datos y unos hechos que nunca deberían someterse al clic, a la compraventa, a la audiencia. Tampoco los políticos deberían ser portavoces de lo inoportuno y recaudadores de votos, sino firmes defensores de sus conciudadanos y de la legislación. Y, desde luego, todos deberíamos avergonzarnos de que sean las víctimas las que tengan que poner cordura e intenten apaciguarnos en un momento tan atroz.
A partir de ahora, habrá que confiar en que sepamos recomponer el puzzle en el que solo dos piezas supieron ponerse en su sitio desde el principio. Por un lado la presunta asesina, que trató de disimular su culpa, trató de desviar la atención, trató de salir indemne de una situación de la que la natural torpeza humana es casi incapaz de escapar. Como hacemos los que rompemos un plato y como hicieron los genocidas nazis, solo cambia la escala. Y por otro, los investigadores, que se mantuvieron firmes en sus pesquisas como si en todo este tiempo no hubieran entrado en las redes sociales, como si no hubieran encendido una radio o una televisión, como si se hubieran aislado a la perfección del ruido que llegaba desde fuera. Como si fueran las máquinas que otros gremios no hemos sabido ser. Sirvan de ejemplo para que, a partir de ahora, sea la Justicia, sistema penitenciario incluido, la que escriba los capítulos finales de esta historia. No sea que vayan a preguntarnos por la prisión permanente revisable y acabemos solicitando el retorno de la pena de muerte, ese sistema que ha acabado con los crímenes en Estados Unidos. Por ejemplo.
@Faroimpostor