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¿Cuando Dios quiera?

15/09/2019 - 

En 2013 Josu Ugarte publicaba el libro “España está en crisis. El mundo no”, en el que explicaba la situación de la economía española como consecuencia de la nueva realidad de la globalización y la necesidad de mejorar la competitividad de las empresas en el nuevo escenario global y cada día más digital.

Restaurar la productividad de las empresas españolas y mejorar la capacidad de competir a nivel global era la visión correcta para hacer frente a una crisis muy profunda en la que habíamos entrado a partir de 2007, con las crisis financiera e inmobiliaria como las puntas de lanza, los factores de arrastre negativo de toda nuestra economía.

Y cuando parecía que entrábamos por fin en una nueva etapa, cuando volvían a aparecer luces sobre las sombras que nos cubrieron durante más de una década, regresan los nubarrones sobre la economía y, lo que es peor, sobre la propia sociedad, pero ahora quizá más fuertes que entonces porque esta no parece solo una crisis regional sino global.

Solo por situar algunos de esos nubarrones: la posibilidad cada vez más próxima de un brexit sin acuerdo; la economía de los países tractores de Europa al ralentí, incluso con perspectivas ciertas de recesión; algunos de los principales dirigentes mundiales desvariando mirando solo su ombligo -y ni siquiera viendo el propio dolor que se están causando (la disparatada guerra comercial entre EEUU y China con impacto inmediato en los mercados que amenaza con afectar seriamente a toda la economía mundial)-; la nueva guerra fría que parece que empieza a reabrirse entre EEUU y Rusia, con la crisis reciente de los misiles; el cambio climático que parecemos empeñados en impulsar; las batallas fiscales entre autonomías, lo que incorpora injusticias innecesarias a la realidad de las empresas y las personas de nuestro país; la sentencia del “procés” que amenaza con incorporar mayor inestabilidad a nuestra convivencia, máxime con un gobierno en funciones que por intereses partidistas -ajenos al interés real de nuestro país- no parece que vaya a resolverse sin nuevas elecciones que nos pueden llevar a tener gobierno allá por 2020. Y por supuesto la terrible crisis humanitaria de los refugiados, que parece que nadie quiere abordar con decisión, lo que exigiría intervenir en origen para evitar estas migraciones a largo plazo, y en el corto un plan específico de acogida humanitaria.

Mientras tanto las empresas tratando de capear el temporal mirando otra vez al cortísimo plazo, lo que tiene el peligro adicional que ya apuntaba Lewis Carrol en “Alicia en el País de las Maravillas”: si uno no sabe adonde va, cualquier camino sirve (aunque también podríamos decir que ningún camino vale), relativizando valores que deberían estar en la base de todas nuestras decisiones.

Una situación muy complicada en la que los creyentes podemos tener la inclinación casi inconsciente de encomendarnos a Dios que todo lo puede, esperando un nuevo milagro.

Entonces, ¿lo que Dios quiera?, mala cosa. Dios seguramente está para otros asuntos y, en todo caso, para ayudarnos en la batalla final, pero no para resolver nuestros problemas terrenales individuales.

La solución, en mi opinión, pasa por volver a lo básico, por recuperar los valores transversales que han hecho grandes a las sociedades, a las personas y a las empresas: la confianza, la creatividad, el compromiso, el equipo, la visión a largo plazo, la creación de valor compartido -y ahí incluyo a toda la sociedad, con la responsabilidad social como referente imprescindible-. Y por supuesto, por pedir a nuestros políticos altura de miras, visión estratégica de su función eliminando tacticismos que, como en Alicia, no llevan a ninguna parte.

Me gustaría pensar que somos capaces de revertir una situación que nosotros mismos estamos creando. Tenemos un magnífico país y un único mundo en el que tienen que vivir nuestros hijos y nuestros nietos, y parece que la visión de algunos no va más allá de pasado mañana.