Rossenberg y Boss han triunfado en Marvel y DC, pero aquí tratan de ofrecer una historia más compleja. Comienza en una tienda de discos abandonada, donde tras un apocalipsis, vive una banda de adolescentes. A partir de ahí, en busca de un amigo perdido, iniciarán una aventura. La idea es mostrar las viejas tiendas de discos metafóricamente como un lugar desde el que te podías trasladar a otros fantásticos
Los nacidos en los setenta damos la chapa inmisericordemente con la película Warriors. Lo de las bandas callejeras de Nueva York llegaba por la ficción, pero también por las noticias. En los 70 llegó a haber cien mil chavales metidos en ellas en un Bronx que se caía a cachos. Una de las pandillas fue puertorriqueña, la de los Guetto Brothers, cuyo fundador quiso firmar la paz con las bandas afroamericanas, sobre todo a raíz del asesinato de un chaval, Black Benjy, que quería llevar a cabo la unión de todas las bandas. Ese argumento fue el que mutatis mutandi dio lugar a la famosa película.
Hay un documental excelente que ilustra toda aquella locura, Rubble Kings. Al ver a los negros con esvásticas y chupa de cuero que deambulaban por esas calles, lo del asalto al Capitolio de tíos disfrazados de vikingos ya no resulta tan extravagante e inesperado. Esa gente se regía por sus propios códigos en un tejido social conquistado por la heroína y moviéndose entre ruinas, edificios totalmente arrasados y abandonados.
La cuestión es que de esa situación extrema surgieron infinitas tramas en el mundo de la ficción. Los superhéroes mostraron ese mundo una y otra vez y no solo el cine flipaba a los niños con esos neo-westerns, también los videojuegos. El argumento de Double Dragon, la máquina más popular por aquel entonces, o Renegade, el videojuego, estaban centradas en los barrios bajos y sus pandillas. Posiblemente, la más famosa fue una posterior, Final Fight, pero reunía elementos de las citadas. Era un género: yoyahs y pandillas.
A todo esto habría que añadir el miedo al apocalipsis nuclear. El género pudo empezar con la noble intención de asustar al personal para que contaminase menos, como en Soylent Green, o cuidase la naturaleza, como Silent Running. Se explotó el miedo a las máquinas, que ya venía de las guerras mundiales y por supuesto se abogó por la paz mostrando escenarios de guerra nuclear, como en El día después. Sin embargo, en cuanto empezó a importar el dinero, aparecieron sagas como Mad Max que lo mezclaban todo, las pandillas y el post-apocalipsis, en un caldo de acción.
Solo entendiendo estas coordenadas de la cultura popular del siglo XX se puede situar el cómic de Image What’s The Furthest Place From Here?, que ya va por su número once. El mundo tal y como lo conocemos ha terminado, la sociedad ha colapsado y, entre las ruinas de las ciudades, solo sobreviven pandillas de adolescentes. Por supuesto, como podemos comprobar en las primeras páginas, estas tienen enfrentamientos entre sí. A los protagonistas les acechan unos tíos con caretas de cerdo. Parece un delirio de Charles Burns o Clowes, pero todo tiene mucho más sentido. Desde una de las primeras viñetas ya se nos coloca en un tipo de jóvenes. Es, cómo no, con un elepé, uno del grupo de hardcore SSD titulado The Kids Will Have Their Say, en cuya portada salía una toma del Capitolio.
Los chavales viven solos, no entienden bien qué es un embarazo, no saben qué les pasará en un futuro, su situación es una buena metáfora de lo que es la adolescencia. Sobre todo en la actualidad, una época en la que como en los años 60 y 70, si bien se imaginaba que el futuro sería una arcadia hipertecnológica, también se temía que fuese un mundo destruido por la guerra. Ahora seguimos tras esa arcadia, pero también tememos que desastres como el cambio climático, más realistas que la guerra total, quién lo iba a decir, acaben con el planeta como lo conocemos.
Aquí, los adolescentes protegen a los que son más niños y se dedican a huir de otras bandas a las que se enfrentan en una guerra que no entienden. Se parece a El señor de las moscas. Se trata de una historia que arranca en unas ruinas, prosigue con una búsqueda de un amigo desaparecido, pero en ningún momento se entiende ningún porqué. Hay una escena entrañable en la que penetran en una enorme mansión con cámaras de videovigilancia pero no entienden cómo funcionan, ni los visores ni el vídeo. Los golpean sin sentido, como si su personalidad no se hubiera construido en el mundo anterior.
La excusa de encontrar al compañero desaparecido inicia una aventura que toma cariz de odisea posteriormente, cuando los personajes acaban reunidos con unos ancianos, en un carnaval, múltiples escenarios que rozan lo onírico. La narración es muy eficaz, pero también está construida a partir de episodios muy cortos, como en el montaje de una película de acción. Conforme la trama avanza, cada vez es más confusa, lo que añade mayor importancia a cada corte.
Los autores, el guionista Matthew Rosenberg y el dibujante Tyler Boss ya habían tenido éxito con Marvel y DC, pero aquí abordan un género completamente nuevo. La historia se inicia en una tienda de discos, es ahí donde viven estos protagonistas, y Rossenberg, rizando el rizo de la metáfora, ha querido, aparte de mostrar aversión a la incertidumbre por el futuro, reflejar que aquellos lugares, las inexistentes ya tiendas de discos, podían ser máquinas del tiempo o interdimensionales, lugares que trasladaban a lo inesperado. Los mismos clichés sobre los libros, pero más enfocados a la música, de la que hay montones de referencias relacionadas con la escena punk, indie y hardcore de los 80. Todo para involuntariamente dejar patente cuál es aquí el verdadero postapocalipsis: dejar de ser adolescente.